Mundialización

Para bien y para mal, estamos mundializados. No cabe la vuelta al campanario, que promueven los soberanistas de aquí y allá, tampoco el repliegue que enuncian, asustados, algunos ecologistas, ni siquiera las proclamas antiglobalización, en lectura más bien economicista, tan del gusto de alguna izquierda. Si algo faltaba para ponerlo crudamente en evidencia, ahí está la Covid-19.

Resulta patético y en el fondo alarmante, que al mismo virus respondan los países con políticas dispares, sino contradictorias y hasta antagónicas: confinamiento total en España, parcial en China, test e inteligencia artificial en Corea, rechazo a todo confinamiento en Suecia… Sin duda, las culturas nacionales tendrán algo que ver en todo esto. Seguro que el catolicismo, el protestantismo, el confucionismo o el islamismo deben influir en la manera de hacer frente a una pandemia. Pero son otros factores, más pedestres, los que priman en la toma de decisiones de los gobiernos. Por ejemplo, el hecho de ser conservador o progresista, nacionalista o federalista, autoritario o liberal, etc. etc. Además, desde luego, de cuestiones personales, que tan plásticamente exhiben Donald Trump, Jair Bolsorano o el rey de Tailandia, sin ir más lejos, que pueden llegar a ser determinantes, como la historia pone de manifiesto.

En cualquier caso, no se puede obviar la fragmentación de las medidas adoptadas ante la crisis (allí donde se han tomado) no desprovistas de postureo, como el de Emmanuel Macron cuando dice que “estamos en guerra”, o de intereses innombrables, como los que subyacen tras la cantinela de Joaquim Torra. Siempre marcadas por los egoísmos, la concurrencia… y el impulso  ancestral y machista de marcar paquete. A la demanda objetiva y perentoria de medidas armónicas, coherentes, compartidas…, a escala global, solo responde un escalofriante vacío. Ni las Naciones Unidas, ni el G-7, ni siquiera la Unión Europea han estado a la más mínima altura de lo que las circunstancias reclaman. No se trata de una cuestión de agencias, como la OMS (que, por cierto, tiene menos presupuesto que la fundación de Bill Gates), ni de hacer valer que las materias sanitarias son en la UE competencia de los Estados. El asunto estriba en que los gobiernos y sus presidentes hablen y se pongan de acuerdo para tomar decisiones políticas concertadas.

No faltan, como apunta Laurent Joffrin, comentarista político de Libération, quienes achacan a la mundialización y a la intensificación de los intercambios (incluido, claro, el turismo) la propagación del virus. No tienen estos patriotas anti-mundialización en cuenta que en el pasado las epidemias eran muchísimo más letales. El último precedente, el de la “gripe española”, de 1918, se llevó por delante más de 40 millones de personas. Olvidan, además, entre otras muchísimas cosas, que es gracias a la mundialización que se han desarrollado las ciencias médicas y los remedios contra las enfermedades. Tanto, que habíamos perdido la memoria histórica de las pestes, hasta considerarlas cosas del pasado y sentirnos inmunes.

La mundialización de los problemas, no solo de carácter sanitario o concretamente relacionados con la Covid-19, sino de otros muchos, como la carbonización atmosférica, la contaminación generalizada del planeta, las guerras…, conlleva, o así debería ser, soluciones también mundiales, globales que, ineludiblemente, pasan por el acuerdo, la colaboración, el pacto. No solo puntualmente, cuando se le ven las orejas al lobo, sino de modo permanente. Porque no se trata solo de cooperar, sino de hacerlo de manera reglada, estableciendo mecanismos ad hoc, dotados de poder político, de poder real de decisión. En pocas palabras, ha llegado la hora del federalismo “urbi et orbi”. De lo contrario, sigamos, obstinados, la senda del Judío Errante, y que Dios nos coja confesados.

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