Los no independentistas merecen gobernar

En Cataluña hace 40 años que tenemos autogobierno, amparado por la Constitución española y el Estatuto. De estos 40 años, Convergència –bajo fórmulas y siglas diferentes- ha ostentado la presidencia de la Generalitat y ha controlado los resortes del poder durante 33 años, con el único paréntesis de los tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla.

El resultado de esta larga etapa de dominio nacionalista de Cataluña lo tenemos bien a la vista. La degradación y la descomposición de las instituciones de autogobierno son lamentables, vergonzosas e inaceptables.

La política tiene una relación directa con el pulso económico y es incontestable que la implosión de la Generalitat, provocada por la alocada aventura independentista iniciada en 2012, tiene unos efectos muy negativos para la vida del conjunto de la sociedad catalana, piense cada cual como piense, vote cada cual lo que vote. Los grandes problemas y retos estructurales que tiene planteados Cataluña han quedado escandalosamente marginados del debate político, secuestrado monotemática y obsesivamente por el ‘mantra’ procesista.

La sociedad catalana ha sido víctima, entre otras muchas cosas, de una planificada perversión del lenguaje por parte de los publicistas del mundo independentista. El “derecho a decidir” es el paradigma de esta asquerosa operación de manipulación que hemos sufrido y en la cual mucha gente de buena fe se ha dejado engatusar en algún momento u otro.

Otra de las falacias que se nos han intentado vender es la supuesta división de Cataluña entre independentistas y anti-independentistas, con los equidistantes como “quintacolumnistas de Madrid”. Esta esquematización no solo es falsa, también es muy peligrosa, porque nos aboca, llevada a la práctica, a una abominable ulsterización del territorio.

Con la cabeza fría y el corazón en la mano: ¿quién quiere que Cataluña se convierta en el Ulster de los años setenta? Yo creo, sinceramente, que ni siquiera Carles Puigdemont, el profeta del unilateralismo, es tan cruel y despiadado para imaginar y querer este escenario en nuestros pueblos, barrios y ciudades.

Ser no independentista no es lo mismo que ser anti- independentista. Todos los votantes que eligen opciones políticas diferentes de JxCat, ERC o la CUP no son, automáticamente, unos “unionistas” ni unos “colonos” enemigos de los independentistas.

Esta deliberada confusión semántica está en la base de muchos de los malentendidos que, por falta de comunicación y de debate, intoxican la vida de la sociedad catalana y bloquean los imprescindibles consensos políticos que nos tienen que permitir avanzar. Me pongo a mí como ejemplo, que creo que es el de miles y millones de catalanes: yo no soy independentista, pero tampoco son anti-independentista, ni me considero un “españolista” ni un “botifler”. Y la prueba es que tengo un montón de amigos y de familiares, que sé positivamente que son independentistas, con los cuales me relaciono con plena normalidad y con los cuales no estoy dispuesto de ninguna forma a pelearme ni a enemistarme por cuestiones identitarias.

Tampoco me considero un equidistante. En una cuestión candente como la de los líderes independentistas encarcelados ya he manifestado, de manera rotunda, que es hora que salgan a la calle y que se les apliquen todos los beneficios penitenciarios que así lo hagan posible, como es ahora el caso de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez. Yo considero que los dirigentes del PDECat y ERC se equivocaron con los hechos del otoño del 2017 y que hicieron un daño objetivo a la convivencia de la sociedad catalana, pero creo que ellos y sus familias ya lo han pagado con creces y que tienen que recuperar la libertad perdida.

Un principio básico de la democracia es la alternancia de gobiernos y Cataluña no puede ser, en este sentido, una excepción. Normalmente, el electorado castiga en las urnas a los responsables políticos de una pésima gestión y, cuando llegan los comicios, da la oportunidad a quienes están en la oposición de demostrar que lo pueden hacer mejor.

El proceso secesionista puesto en marcha en 2012 ha sido un fracaso absoluto. Tanto para los independentistas –muchos de los cuales han acabado en la prisión, desplazados al extranjero, imputados, multados, embargados, inhabilitados…- como para los no independentistas, muchos de los cuales han vivido con angustia este intento de ruptura territorial y social.

La irresponsabilidad de los partidos independentistas merece ser repudiada en las próximas elecciones catalanas. Durante ocho años, han hecho perder el tiempo de manera miserable al conjunto de la sociedad. Con su kafkiana y estéril estrategia política han perjudicado, objetivamente, la vida política y económica del país.

Por eso, en buena lógica, tendrían que ser apartados del próximo gobierno de la Generalitat. Han demostrado que no saben gestionar correctamente en beneficio de la colectividad el poder democrático que se les ha conferido y tienen que pasar a la oposición.

No se trata de aplicar la ley del péndulo ni cambiar un gobierno independentista por otro de anti-independentista. Se trata de vertebrar y de fortalecer el espacio no independentista –esta gran mayoría silenciosa que ha optado por la prudencia ante la ofensiva de los secesionistas- para ofrecer una alternativa razonable, sensata y pragmática de gobierno en Cataluña.

Los socialistas y los comunes ya forman parte de este espacio. Pero hace falta ensancharlo con un partido que recoja el voto del centroderecha no beligerante y un partido ecologista que abra Cataluña a la nueva civilización verde que llega. Los independentistas nos han llevado al desastre y se han cargado el prestigio de la Generalitat. Es hora que los no independentistas tomen el relevo.

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