Genio y figura hasta la sepultura

De entrada, la Covid-19 no nos cambia. Se limita a intervenir, a través de nuestros cuerpos, en las cosas. Modifica drásticamente el entorno. Quizá con el tiempo, aprendida la lección, comencemos a virar el rumbo. Mientras tanto, lo que fuimos antes del virus, seguimos siéndolo durante y, previsiblemente, después. Ejemplos, a patadas.

Genio y figura hasta la sepultura”, reza muy expresivamente el dicho, refiriéndose a quienes pase lo que pase, incluida la acción de los cuatro jinetes del Apocalipsis, no cambian ni de carácter (genio), ni de figura (apariencia). Es más, no faltan quienes en momentos de tribulación magnifican sus rasgos más extremos, hasta caer en el delirio. Así, se les acaba viendo mejor el plumero.

De lo general a lo particular. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América, empezó mofándose del coronavirus; siguió utilizándolo como arma arrojadiza contra China; luego planteó el dilema entre la vida y los dividendos, y ha acabado erigiéndose en comandante en jefe de la guerra contra la epidemia. Todo un ejemplo de nacional-esencialismo, al que se sumó entusiásticamente su fotocopia británica Boris Johnson que, gracioso, propuso que la “naturaleza actúe”; es decir, que la parca se lleve por delante a quien fuera, sin ponerle freno. Como en la economía ultra-liberal, vamos.

Por otras latitudes, más de lo mismo. El presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, ha ordenado que se dispare a matar a quienes violen la cuarentena.  Ya lo hizo contra quienes su policía considerara traficantes o consumidores de drogas. Balance: 5.000 muertos. Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, y amigo del comandante en jefe, calificó el coronavirus de “gripecita”, y acusó a los gobernadores de “destructores de empleos”, por tomar medidas de contención. Nada nuevo bajo el sol, em casa do canalha

En la variable, digamos, miserable, del genio y figura, se lleva la palma Victor Orban, primer ministro de Hungría que, aprovechándose de la pandemia, ha rematado la faena de lo que venía preparando hace tiempo: dotarse de poderes extraordinarios indefinidos, cargarse la democracia, con la complicidad, del Partido Popular Europeo. A Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, le ha pillado la Covid-19 en plena faena de lo mismo. Mark Rutte, del Partido Popular holandés y primer ministro de los Países Bajos, egoísta e insolidario, se negó en redondo a crear un bono europeo para hacer frente a la epidemia. Llueve sobre mojado. 

Para genio y figura, la de Joaquim Torra, presidente de la Generalitat, que, desde el minuto cero del coronavirus, atento al canto monocorde de su canario mental, se dedicó a poner palos en la rueda del Gobierno español, abogando por un programa catalán genuino contra la epidemia, asesorado por Bonaventura Clotet, promotor de un manifiesto en la misma línea, calificado de "indecente” por el epidemiólogo Miquel Porta. No se queda atrás, sino todo lo contrario, Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, que acusa a los madrileños de haber propagado el coronavirus. Clara Ponsatí tuiteó “De Madrid, al cielo”, refiriéndose, con escarnio, a la gente que estaba muriendo en Madrid. Carles Puigdemont le bailó la gracia desde su madriguera de Waterloo. Y un tal Albert Donaire, que luce el pomposo título de coordinador de la sectorial de la ANC de los Mossos per la República, rizando el rizo de la ignominia, ha llamado a proclamar la república catalana cuando se supere el coronavirus.

En fin, perlas del círculo vicioso (replicante como el propio virus), que no empezó en Wuhan sino en otras latitudes, y mucho antes. Un anillo de gentes, con nombres y apellidos que, como dice Voltaire, citando a Zoroastro, “encuentran la ocasión de hacer el mal cien veces al día, y la de hacer el bien una vez al año”. No resulta arriesgado prever que al día siguiente de la epidemia ahí seguirán, hasta con redoblado ánimo (como se dice que se reinventará capitalismo), sino arrecia algún viento purificador que se los lleve de la Historia, de una vez por todas. 

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