Feminazi

Hace unas semanas descubrí una caja escondida en el fondo de un armario. Entre los muchos trastos que encontré –desde acreditaciones de periodista hasta calificaciones de la escuela- rescaté del olvido un paquete de agendas feministas. Recuerdo que las publicaba la editorial LaSal y eran auténticas obras de arte reivindicativas con unas portadas fascinantes. Llevar una de ellas al instituto con los libros era todo un símbolo de rebelión adolescente, por eso ahorraba como una hormiguita cada diciembre para poderla comprar. Las empecé a coleccionar a los 14 años y seguí haciéndolo hasta que la editorial cerró en 1990. A mediados de los años ochenta a las feministas nos llamaban marimachos. Quién había de decir que 30 años después habríamos avanzado tanto. Ahora somos feminazis.

Nuestra militancia alocada nos hacía hacer cosas extraordinarias como el boicot para denunciar el acoso sexual del profesor de gimnasia y las piernas y axilas peludas que lucimos un verano que hicimos huelga de depilación. Apoyábamos todas las causas: las obreras, las pacifistas y las ecologistas. En medio de la clase de latín nos quitábamos los sujetadores y los hacíamos ondear como una bandera para estupefacción del personal masculino. Los pobres chicos con la olla de las hormonas a punto de explotar se quejaban de que no podían salir con nosotras porque no éramos chicas normales. No llevábamos faldas y no nos mordíamos la lengua. Si atacaban a una, nos atacaban a todas y más de un macho acabó traumatizado cuando se enteró que no todas éramos lesbianas.

Escribo esto porque se acerca un nuevo 8 de marzo en un contexto de involución espantosa. La lucha feminista no se acaba nunca porque la explotación de las mujeres continúa y cada día la realidad me golpea con un nuevo hecho inesperado. Los fascistas pasean por las calles un autocar con lemas ofensivos contra las mujeres como si todo fuera muy normal. Los ultracatólicos nos comparan con Hitler por reclamar la igualdad y aseguran para silenciarla que la violencia no es machista, es doméstica. Que quede entre las cuatro paredes familiares y si nos matan, ya nos enterrarán. Seguro que nos lo hemos buscado por malas cristianas y por malas pécoras. Casado nos dice cómo tenemos que llevar un embarazo y Rivera presenta un decálogo para ser una buena feminista liberal.

Destaco algunas perlas del manifiesto porque son un ataque a la inteligencia. Rechazan los de Ciudadanos el lenguaje inclusivo porque han comprobado que aleja a los machotes que defienden los úteros de alquiler de la lucha por la igualdad. Se manifiestan abiertamente contra la guerra de sexos, pero nos recuerdan que sin la colaboración de los hombres no vamos a ningún sitio y aseguran que las mujeres no nos hemos liberado de la tutela masculina para caer en las garras de mujeres bigotudas que prefieren el pescado a la carne. También reivindican un pacto político contra la violencia machista a pesar de que en Andalucía gobiernan con el PP gracias al apoyo de un partido misógino como es Vox. No sé si reír o llorar.

Te haces vieja cuando ya no entiendes el mundo y yo escondo la gran frustración vital que esto me provoca bajo la máscara del maquillaje y el consuelo de los libros. El redescubrimiento de las agendas me ha llevado a rescatar de mi biblioteca personal las lecturas de LaSal que tanto me marcaron en busca de energía para seguir luchando. Gracias a esta iniciativa pionera descubrí las obras de Doris Lessing y Simone de Beauvoir. Tengo en las manos un pequeño libro violeta de Alejandra Kolontai. Es La bolchevique enamorada, edición de 1989 con portada de Montse Sabater sobre el diseño original de 1978 obra de Mari Chordà. En la primera página encuentro mi firma: mi nombre con un garabato que imita el símbolo feminista. 30 años después firmo igual. Ni un paso atrás.

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