El gallego, crónica de una muerte anunciada

Quien haya estado alguna vez en Galicia habrá asistido con perplejidad -si no con vergüenza ajena- a una escena no infrecuente: dos padres comunicándose en gallego pero dirigiéndose a sus hijos en castellano. La decadencia de una lengua tiene mucho que ver con escenas como ésta, motivadas en el caso gallego por causas profundamente psicológicas, de falta de  autoestima por la propia cultura, detrás de la cual hay una larga historia de sometimiento a un centralismo secular, firmemente sostenido y apoyado por las élites locales.

Sin embargo, el Consejo de Europa acaba de añadir otra posible causa. En su último informe sobre el estado de salud de las lenguas regionales o minoritarias en España, el gallego saca una de las peores notas: su situación ha empeorado significativamente -sobre todo en el ámbito de la Educación-  y la transmisión de padres a hijos ya no está garantizada. Hay cifras estremecedoras que revelan este declive: Según datos del Instituto Galego de Estadística (IGE), en apenas una década (del 2008 al 2018), el porcentaje de niños que nunca habla gallego se ha disparado, pasando del 29,59% al 44,13%. Y los hablantes de 50 a 64 años (la franja que mantiene vivo el idioma) ha bajado de un 51,16% en 2003 a un 32,78% en 2018. Es decir, el gallego tiene ya un pie en el corredor de la muerte, sobre todo por la pérdida acelerada de hablantes entre los niños, que no significa otra cosa que la quiebra del relevo generacional, sin el cual ninguna lengua puede sobrevivir.

El informe del Consejo atribuye este grave y rápido retroceso al sistema educativo. Concretamente, al modelo de escuela implantado en 2010 por el actual presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo. El nuevo sistema estableció una aparente “ecuanimidad”, consistente en que gallego y castellano tuviesen el mismo número de horas lectivas y asignaturas, compartiendo docencia, además, con el inglés. ¿Quién podría objetar nada contra un sistema así? Y sin embargo, ése fue el comienzo del fin. El castellano en Galicia ha sido, desde siempre, la lengua de la maquinaria del Estado, de los medios de comunicación, de las clases acomodadas. La lengua del Poder, en suma. El gallego, en cambio, es un idioma de uso popular y familiar, cuyo principal valor sigue siendo, a día de hoy, el cultural y sentimental.

No estamos, pues, ante dos contendientes parejos, sino ante una hormiga y un elefante. Y no hace falta ser adivino para saber qué le pasa a una hormiga cuando osa enfrentarse en igualdad de condiciones a un elefante. La supuesta “ecuanimidad”, además, escondía detalles sangrantes como que, en el reparto de asignaturas, al castellano se le adjudicaron las materias técnicas (matemáticas, física, química), es decir, las de referencia en un mundo tecnológico como el actual, las que más puertas abren en el mercado laboral. Pero no nos escandalicemos: ¿Cómo podría una lengua de campesinos estar dotada para el pensamiento lógico? Todo el mundo sabe que en gallego se puede hablar a las vacas, pero no enunciar un teorema.

Llegados a este punto, la cuestión suscita un debate de tipo filosófico: ¿Estamos legitimados para impedir que alguien se suicide, si ése es su deseo? Porque desde 2010 el electorado gallego ha reelegido no una, sino dos veces, a Alberto Núñez Feijóo y su formación política. Lo que debe de significar, por lógica, que está de acuerdo con la voladura controlada de su idioma propio, es decir, de su suicidio cultural.

En su informe, el Consejo de Europa reclama a la Xunta que enmiende su política lingüística. Y la Xunta ya ha dejado claro que no lo hará. Por tanto, y dada la inclinación del pueblo gallego a hacerse el harakiri, el futuro no es difícil de imaginar: Llegará un día, no muy lejano, en que

Galicia sea un inmenso lago castellanoparlante, cuyos habitantes hablarán, eso sí, un castellano amable, inofensivo, musical –riquiño, como se dice por allá-. Quizá en ese lago aún resistan algunas pequeñas islas o enclaves gallegoparlantes, que lógicamente desaparecerán el día que muera el último viejo. Cuando eso ocurra, se erigirá inmediatamente un Museo de la Memoria Histórica del Gallego, donde los padres explicarán a sus hijos que Galicia tuvo un día una lengua propia, que decayó y se extinguió, como los dinosaurios. Y los niños, con la naturalidad que da la inocencia, les helarán la sangre con una pregunta: “Y entonces, ¿quiénes somos?”.

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