El fascismo no tiene futuro

La historia nunca se repite dos veces. La humanidad evoluciona año tras año y las nuevas generaciones rompen, por esencia, con las anteriores. Los paradigmas del pasado ya no sirven para vivir e interpretar el presente.Sirva esta digresión para abordar el fenómeno de la extrema-derecha populista que, en los últimos años, ha hecho acto de presencia en algunas sociedades europeas, donde ha logrado éxitos electorales notorios, como es el caso de Hungría, Polonia o Austria. También se ha colgado esta etiqueta al gobierno italiano presidido por Giuseppe Conte y que tiene como hombre fuerte al polémico ministro leguista Matteo Salvini, aunque la percepción interna sea muy diferente.

 

En Cataluña y en España estamos muy alterados con el crecimiento electoral que ha experimentado Vox en Andalucía y con la exhibición de nostálgicos del franquismo que se movilizan para protestar contra el traslado de los restos del dictador del Valle de los Caídos. La actuación de grupos organizados que han retirado símbolos independentistas de las calles de algunas localidades catalanas o la aparición de banderas falangistas y nazis en actos organizados por la extrema-derecha contribuyen a crear y a expandir la sensación que, ahora y aquí, el fascismo vuelve con fuerza y que es una amenaza real para la democracia y las libertades de las que disfrutamos.

 

Desde el rechazo y la condena absoluta a estos episodios de intolerancia, también hay que analizarlos con detenimiento y contextualizarlos antes de emitir veredictos políticos y mediáticos precipitados. El nazismo y el fascismo que asolaron Europa durante las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado, y que desembocaron en la monstruosa carnicería humana de la II Guerra Mundial, no tienen punto de comparación con los brotes aislados de violencia -a menudo, contra personas emigrantes desvalidas- que, en nuestros días, protagonizan individuos desequilibrados y con problemas de adaptación social.

 

Por mucho que forcemos los paralelismos, ni Viktor Orban es la reencarnación de Adolf Hitler, ni Matteo Salvini la de Benito Mussolini, ni Santiago Abascal la de Francisco Franco. Afortunadamente, las sociedades occidentales han madurado y hemos forjado una sólida solidaridad interna basada en la tolerancia y el amor a la libertad que impide que estas funestas ideologías del pasado puedan volver a arraigar y llegar a ser mayoritarias algún día.

 

Es obvio que no podemos bajar la guardia ni transigir ninguna violación de los derechos humanos, por puntual y minoritaria que sea. Pero tampoco tenemos que magnificar ni tener miedo a la presencia del neofascismo en nuestras calles. Sencillamente, porque ha sido derrotado por la historia y está condenado a la irrelevancia.

 

Los 12 escaños de Vox en las elecciones al Parlamento andaluz no nos tienen que hacer perder el oremus. Es evidente que en Andalucía no hay 395.978 fascistas, en el concepto tradicional de la expresión. Su relativo éxito electoral (10,97% de los sufragios) tiene mucho que ver con el malestar, la frustración y la exasperación de amplias capas de la clase media y trabajadora europea ante la degradación de sus condiciones de vida, como pasa, por ejemplo, con el movimiento de los ‘gilets jaunes’ en Francia. La globalización ‘sin alma’ tiene estas consecuencias indeseables, que se pueden y deben corregir desde las instituciones democráticas que tenemos.

 

La amarga victoria de Susana Díaz y la pérdida de escaños de la candidatura encabezada por Teresa Rodríguez (Adelante Andalucía) han hecho que la izquierda haya perdido su histórica hegemonía en este territorio, a pesar de ganar en siete de las ocho circunscripciones. La conformación del próximo gobierno es una incógnita, ya que para la formación de Albert Rivera, encuadrada en la familia liberal europea, serán muy difíciles de digerir las estrambóticas propuestas programáticas del partido de extrema-derecha Vox, que chocan frontalmente con el marco constitucional democrático.

 

En todo caso, es evidente que la baja participación en las urnas (58,65%) ha perjudicado a las opciones de las fuerzas de izquierda. Y, en este sentido, los numerosos escándalos de corrupción que han salpicado la gestión del gobierno del PSOE-A, con mención especial al caso de los ERE -que se está juzgando actualmente en la Audiencia de Sevilla, con los ex presidentes José Antonio Griñán y Manuel Chaves entre los encausados- ha sido un factor importante de desmoralización, de desmovilización y de castigo electoral.

 

Susana Díaz se equivocó con la convocatoria anticipada de las elecciones, sin esperar a que pasara el próximo 26 de mayo, cuando en la Unión Europea se librará una batalla decisiva entre las fuerzas reformistas y el populismo nacionalista reaccionario. Además, los 36 años ininterrumpidos de gobiernos socialistas en la Junta de Andalucía -como hemos vivido en Cataluña con el régimen pujolista- son, objetivamente, excesivos, con independencia de la ideología que defienda cada cual.

 

La esencia de la democracia parlamentaria es la alternancia y Andalucía no tiene por qué ser la excepción a esta higiénica dinámica. Ahora que hemos conmemorado el 40 aniversario de la Constitución del 1978 –tan desprestigiada por los independentistas- es importante recordar que es nuestra máxima defensa para impedir que puedan prosperar postulados demagógicos y disparatados como los que propugna Vox.

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