El combate de los caudillos

Después de la derrota llegan los reproches, las discusiones, las divisiones y las escisiones. El proceso independentista, que empezó en 2012 con la imputación de Oriol Pujol -el príncipe heredero de la dinastía pujolista- ha acabado en un fracaso sin paliativos ante las estructuras (democráticas) del Estado español y de la Unión Europea. Nos guste más o menos, lo aceptemos o no lo aceptemos, esto es así.

Si, en una primera fase de la guerra, la ambigua y atractiva fórmula del “derecho a decidir” desorientó y desestabilizó a los ámbitos catalanes constitucionalistas, que sufrieron fugas y rupturas, ahora, después de la derrota del 2017, el síndrome de la discordia y del enfrentamiento ha pasado al campo independentista. Jordi Pujol no solo ha sufrido la humillación de ver a su heredero político encerrado en la cárcel y de tener a toda su familia imputada por evasión fiscal y otras fechorías nada honorables. Ahora contempla cómo el partido que fundó y que ha sido hegemónico en Cataluña en las últimas décadas, Convergència (CDC), ha estallado y se desmorona, víctima de la corrupción, pero también de dirigentes testarudos y torpes, como Artur Mas y Carles Puigdemont.

En una de las jugadas políticas más feas que se recuerdan, el partido Poble Lliure -que fundó y forma parte de la CUP- ha decidido concurrir a las elecciones generales del 28-A, haciendo una coalición deprisa y corriendo con el grupo del ex podemita Albano Dante Fachín y el Partido Pirata. Esto, después de que la CUP, en una votación escrupulosamente democrática, decidiera no presentarse a estos comicios.

El paso que ha hecho Poble Lliure significará, más temprano que tarde, la división y fragmentación de la CUP. Del mismo modo que el puñetazo sobre la mesa que ha dado Carles Puigdemont en la confección de las listas por el 28-A comportará la extinción del invento del PDECat, sucesor orgánico de CDC. Por esto, Jordi Pujol está tan profundamente dolido e indignado con las tonterías de su nieto de Waterloo y pide, públicamente, volver a la vía del diálogo y la negociación con Madrid.

Con el artefacto de la Crida, Carles Puigdemont ha intentado sembrar cizaña en ERC y, en todo caso, lanzar una campaña de descrédito contra el partido de Oriol Junqueras, acusándolo ante el electorado de “traidor” y de “vendido” por negarse a hacer una lista conjunta. El ciclo electoral que ahora encaramos será una trifulca sin piedad -pueblo a pueblo, comarca a comarca, circunscripción a circunscripción- entre los dos principales partidos independentistas para intentar vencer al otro.

Si la guerra contra el Estado español (2012-17) ha sido un fracaso rotundo, ahora se desatan con toda intensidad las pulsiones cainitas entre los mismos independentistas y las diversas facciones que los encuadran. Viviremos el clímax en las europeas del próximo 26-M, con el combate frente a frente Puigdemont vs. Junqueras, donde se dirimirá quién es el “macho alfa” del espacio soberanista.

Esta guerra de los caudillos, que se cronificará en el tiempo hasta que los dos sean finalmente inhabilitados judicialmente de por vida, provoca un gran desgaste en las bases del movimiento independentista y una inevitable sensación de fatiga y asqueo entre la “buena gente” que ha hecho de la estelada la ilusión política de su vida. La perplejidad deriva en cabreo, después en impotencia, para acabar en nihilismo.

Además, el combate Puigdemont vs. Junqueras es estéril y no sirve para nada. El juicio del 1-O comportará, indefectiblemente, la extinción de una generación de dirigentes independentistas, con ellos dos al frente. Encontrar, vertebrar y consolidar –políticamente y mediáticamente- a sus sustitutos será una tarea muy larga y complicada que necesita, además, de importantes recursos económicos que será difícil de conseguir.

El 1-O es, cada vez más y a medida que pasan los meses, una batallita de las que los abuelos explican a sus nietos. Cataluña necesita nuevos referentes y nuevos liderazgos, pero en este contexto de derrota, ruinas, divisiones y desbandada es un propósito titánico. (Siempre nos quedará el Barça… ¡o el Girona FC!).

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