El camino perdido

El nombre de Quim Torra quedará asociado por siempre jamás a uno de los episodios más tristes e ignominiosos de la historia de Cataluña: la entrega a la Guardia Civil de los nueve líderes independentistas encerrados en las prisiones de la Generalitat para ser juzgados en el Tribunal Supremo. Quim Torra, que pasa por ser la quintaesencia del patriota catalán, no ha tenido la dignidad de dimitir antes de permitir una humillación que ha herido profundamente los sentimientos de la gente independentista, como se puede constatar estos días a través de las redes sociales.

Es obvio que los nueve presos eran los primeros interesados en que no hubiera disturbios durante su traslado, para no empeorar su situación procesal en vísperas del juicio donde se juegan un montón de años de condena. Pero, objetivamente, Quim Torra ha hecho un papel patético que desmerece y desmiente toda su trayectoria de supuesto independentista a machamartillo. Si hubiera sido mínimamente coherente y consecuente, habría cesado como presidente de la Generalitat para no aparecer como el gran traidor corresponsable de unos hechos que, en perspectiva histórica, son vergonzosos para el conjunto de la sociedad catalana.

Las movilizaciones en protesta por el traslado a Madrid han sido flojísimas y el único acto remarcable ha sido la ocupación, durante unas horas, de la delegación de la Comisión Europea en el paseo de Gracia de Barcelona. Una manera de degradar, todavía más, la percepción que tienen las instituciones comunitarias de Bruselas sobre las reivindicaciones de los soberanistas catalanes.

En el imaginario independentista existe el mito de la desintegración de la Unión Europea como vía para conseguir la secesión del Estado español. Esta ilusión conecta con la crisis dinástica del Imperio Carolingio que, hace más de 1.000 años, propició la insubordinación de los señores feudales que defendían la Marca Hispánica, referente fundacional de la Cataluña actual.

Pero es muy difícil que la Unión Europea –la evolución del Imperio Carolingio- haga implosión. Al contrario, las dinámicas planetarias intensifican su plena integración y consolidación. El fracaso estrepitoso del Brexit es la prueba de la solidez del proyecto europeo, liderado por el eje franco-alemán.

Desde la aprobación de las leyes de desconexión (6-7 septiembre del 2017), los independentistas no paran de acumular errores y fracasos. El último: sublevarse contra la Comisión Europea porque no apoya sus reivindicaciones. En tiempo del malogrado presidente Pasqual Maragall, Cataluña -bajo los auspicios de Bruselas- puso en marcha la Euroregión Pirineos-Mediterráneo, el gran proyecto geopolítico y geoeconómico que quedó abandonado por la deriva independentista.

La Euroregión Pirineos-Mediterráneo, que reunía los territorios de Cataluña, Occitania, Aragón y las islas Baleares, era un aggiornamento de la antigua alianza medieval que tenía los Pirineos como columna vertebral –en vez de frontera- y que dio la etapa de máximo esplendor a la Corona de Aragón y, en consecuencia, a Cataluña. Este era el camino, al que se habría podido añadir la Comunidad Valenciana: una potente euroregión de 20 millones de habitantes, con vértices en Toulouse, Montpellier, Zaragoza, Barcelona, Valencia y Palma, que habría dado sentido y dimensión a nuestra historia milenaria.

Teníamos al alcance un proyecto pragmático, inteligente, moderno y protegido por Bruselas que, además, rompía la enfermiza, tóxica y estéril rivalidad Madrid/Barcelona. Pero la obcecación de los independentistas para seguir el legado protofascista del “noucentisme” político descartó esta oportunidad de oro. Resultado: nos hemos perdido en las tinieblas y, desorientados, un grupo de la Asamblea Nacional Catalana (ANC) ha ocupado las dependencias de la Comisión Europea. El estropicio final.

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