De Waterloo al Brexit

Resulta remarcable ver como, ante hechos de gran trascendencia política y que afectan la identidad de los ciudadanos, el periodismo no puede restar impasible. De hecho, es un actor clave a la hora de construir un relato que ayuda a posicionar al ciudadano (o al votante). Lo hemos vivido de pleno en Catalunya entre los años 2006 y 2020, cuando se ha hablado del procés. Algo similar pasa con el Brexit. Quienes justifican la salida del Reino Unido de la UE lo hacen apelando a un conjunto emocional de argumentos que recuerdan la necesidad de recuperar las glorias del imperio. Contrariamente, los defensores de haberse quedado en la UE han usado, siempre, argumentos mucho más racionales para explicar que un Reino Unido (Inglaterra) que combata en solitario dentro de la geopolítica mundial tiene más que perder que ganar.

Las portadas de los principales periódicos británicos del día 31 de enero eran un fantástico ejemplo para entenderlo. De hecho, por muy honestas que quisieran ser con ellas mismas, ninguna dejaba de ser partícipe de forma activa de la creación de la agenda informativa de los próximos meses. Del análisis de estas portadas destacan dos elementos francamente interesantes de plasmar para entender la verdadera esencia del Brexit y la lente con que la política británica ha mirado al continente durante todos estos años de matrimonio.

En primer lugar, la bandera del Reino Unido se mostraba como un elemento diferencial de las portadas más brexiters: un elemento de soberanía, uno de los grandes activos del "nacionalismo banal" que tan bien teoritza Billig. Pero, me resulta mucho más interesante ver como una imagen también repetida en algunas portadas ha sido la de los acantilados característicos de la costa sur de Inglaterra, de Dover o Brighton. Los acantilados son protagonistas de algunas escenas clave de películas tan diferentes como La batalla de Inglaterra (1969), Asterix en Bretaña (1986) o las últimas aventuras del Robin Hood de Ridley Scott. La alta costa de la Bretaña como elemento de soberanía para algunos; para otros, como The Guardian, una autoprotección para una "pequeña isla"
–describía su brillante portada– que ha quedado fuera del gran mercado europeo.

De una forma o de otra, el Brexit modificará la geopolítica europea de los próximos años. Y mucho. Además, para los brexiters hay algo más en el imaginario colectivo: el país sale de una Europa francófona para volver a marcar su destino de manera individual. La Europa francófona que queda al otro lado del canal de la Mancha, de los acantilados; la Europa francófona a quien el tabloide The Sun dedicaba un "adieu!" junto a un gran titular que decía: "Nuestro tiempo ha llegado".

El euroescepticismo situará a la burocracia de raíz germánica como centro del gran problema del distanciamiento entre el Berlaymont y la ciudadanía. De hecho, desde hace tiempo, Alemania ha marcado marcialmente el paso. Pero, en el imaginario británico siempre hay un foco de conflicto que ha modelado el continente desde tiempos inmemoriales: las relaciones de poder entre Francia e Inglaterra; la conquista normanda, la guerra de los Cien Años, las guerras napoleónicas con el final macabro de Waterloo. La vieja Europa acaba en los campos de batalla belgas en 1815.

Querría pensar que este nuevo embate de Inglaterra contra una Europa dominada por el eje París-Berlín, la Unión podrá vivirlo como una crisis de crecimiento, que le servirá para muscular mejor sus estructuras de gobierno y buscar nuevas vías para relacionarse con los ciudadanos y dar respuesta a sus problemáticas. Pero no todo es culpa de Bruselas, sobre todo sabiendo que nunca los británicos han sido socios fiables para reforzar la integración y que su salida no es nada más que el final de un largo flirteo con el eje Atlántico, que ha acabado abrazando los argumentos populistas surgidos de la cocina de Donald Trump.

Me gustaría pensar que los socios europeos han entendido el mensaje: ninguna unión dura para siempre jamás, si no hay voluntades claras para tejer complicidades y garantías entre aquellos que deciden empezar a andar juntos; si la democracia representativa no es compatible con la democracia directa, si no se trabaja diariamente para comunicar mejor las virtudes (que son muchas) de un proceso de integración que había sido todo un éxito.

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