A un paso del abismo totalitario

Fan como era de las películas del oeste, resulta que cuando era pequeño yo me sentía de Estados Unidos. Me llevé una gran decepción el día que en mi casa me dijeron que de americano nada, que yo era catalán y gracias. De esto podréis deducir dos cosas: la primera, que veía mucha tele, la segunda, que los sentimientos patrios no eran lo que nos definía en casa, por mucho orgullo ampurdanés que tuviera mi padre. Y no es que no tuviéramos claro lo qué éramos. Éramos trabajadores, gente que madrugaba para ir a pencar a un taller de moldes de hierro que hedía a petróleo y donde las astillas saltaban y se clavaban en los ojos. Y como nosotros tantos otros que se dejaban la salud y la vida para poder pagar un piso y poner un plato en la mesa a sus hijos.

Ya hace muchos años de esto. Hoy las cosas han cambiado y hemos hecho del sentimiento –en especial del de agravio permanente– un programa
político y hemos convertido una cosa meramente accidental, como es haber nacido en un lugar u otro, en un absoluto ideológico a partir del cual se niegan derechos básicos y elementales. Es así como aquellos que tanto dicen amar a su país han acabado convirtiéndolo en una distopia antidemocrática, donde un gobierno poco menos que justifica que se cierre el paso con gritos, insultos, escupitajos y puñetazos a personas que quieren asistir a actps que no son de su agrado, mientras que algunos cargos electos se pasean entre la turba, encendida y fuera de si, repartiendo sonrisas de aprobación.

Tenemos un gobierno esquizofrénico que echa gasolina a unas manifestaciones que han hecho arder Barcelona, para después enviar a los Mossos d'Esquadra a reprimirlas y, algo más tarde, criticar su actuación. El mismo gobierno que calla cuando asociaciones sobre las que han construido su mayoría parlamentaria justifican la violencia y el odio, mientras cínicamente se otorgan el monopolio de la democracia. Un gobierno que es incapaz de gestionar los medicamentos que necesita su ciudadanía hasta el punto de quedarse sin existencias. ¿Que no hay más vacunas del papiloma humano? Ningún problema. Tenemos la solución, dejaremos sin ellas a putas y homosexuales. Después se desdicen, pero el tabú de denegar derechos y servicios en función de pertenecer a un colectivo o de tener una determinada orientación sexual ya se ha roto.

Hechos gravísimos a los que no se dedica suficiente atención en esta Catalunya frenética, donde todo un presidente de la Generalitat envía a su mujer a manifestarse, en coche oficial y con escolta, a la puerta del consulado chino, y a su hermana a reventar el pleno municipal de su pueblo porque los pactos logrados no son de su agrado.

Hablamos del mismo presidente que abandona sus obligaciones públicas para unirse a unas manifestaciones destinadas a colapsar la capital de su país. Hablamos de Quim Torra, presuntamente conocido como Gandalf por unos CDR detenidos por, supuestamente, preparar explosivos y que dicen haber contactado con él y su entorno para ocupar el Parlamento de Catalunya. Del presidente que calla, igual que todo su gobierno, cuando periodistas aparecen señalados por dianas que invitan a pulsar el gatillo a cualquier loco que pueda aparecer en un independentismo que cada vez es más tolerante con la violencia.

Mientras tanto Cataluña se deshace. Ya no se trata de que hayan marchado miles de empresas entre la indiferencia de los que tendrían que trabajar para atraerlas, o que ya no nos quede un solo banco digno de este nombre. Es que la burguesía industrial catalana ha dimitido. Ha decidido borrarse de esta Cataluñny en declive. Las empresas familiares de más renombre se han vendido a conglomerados extranjeros. Ha pasado en todos los sectores, desde la alimentación y el consumo, hasta el juego y la tecnología. Hoy compañías como Freixenet, Codorniu, Miquel o Cirsa son extranjeras.

Es así como en nombre de un sentimiento y del amor infinito a la patria se destruye un país. Y son los trabajadores que sufren para costear el alquiler quienes pagarán el pato y el delirio de un gobierno que, de tan atareado como está en descolgar de las paredes del Palau unas pinturas que hablan de España, no encuentra el tiempo que hace falta para gobernar. Un delirio que comparte con esta parte de la sociedad que desfila alegremente, con antorchas en la mano, en noches señaladas, camino de un totalitarismo propio de los tiempos más oscuros de la historia de Europa, si es que no hemos llegado ya.

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