300.000 euros, un salario modesto

El presidente actual de la CEOE, el vizcaíno Antonio Garamendia, ha cambiado el criterio seguido por los anteriores presidentes Joan Rosell, Gerardo Díaz, José M. Cuevas y Carles Ferrer y Salat, de no cobrar para ser presidente. Él ha decidido que tenía que tener un sueldo. Cómo que es un hombre moderado, se fijó una remuneración anual de 300.000 euros, que él consideró que era una "remuneración humilde en el ámbito empresarial". Se lamentó de que este sueldo levantara una polémica, según él, absurda y demagógica, puesto que las remuneraciones de las empresas que cotizan en el Ibex 35 son mucho más altas.

Según La Vanguardia del 15 de marzo del 2018, las remuneraciones de los máximos directivos del Ibex 35, entre sueldos y otros conceptos, eran de más de cinco millones de euros anuales, e incluso dos de ellos superaban los 10 millones. Como empresas mencionaba Ferrovial, Acciona, BBVA, Santander, Iberdrola o Inditex. Si comparamos estas remuneraciones con la de Garamendia, este tiene razón, su salario es modesto. El Periódico de 21 de febrero de 2019 recoge un informe de Oxfam, que dice que un empleado con un sueldo mediano en ACS tendría que trabajar casi seis siglos para llegar a la retribución anual de su consejero delegado, Florentino Pérez, que tuvo un sueldo de 22,3 millones de euros. Si bien este ejemplo es el más exagerado, no es el único.

Los altos ejecutivos del Ibex 35 ganan 132 veces más que el sueldo medio de la empresa. También el diario madrileño Abc del 10 de abril del 2018 nos decía que un total de 152 banqueros españoles cobran más de un millón de euros y tienen un sueldo mediano de 2,14 millones. Pero, desgraciadamente, la gran mayoría de los ciudadanos no se mueven en estas cifras astronómicas. En Catalunya el salario mensual bruto medio en 2017 era de 1.725 euros mensuales y un 25% de los asalariados catalanes eran mileuristas. Estos sí que son sueldos modestos, y muchos de ellos ni permiten llegar a final de mes. A la vista de estos datos es vergonzoso que la CEOE denunciara la subida del salario mínimo interprofesional a 900 euros mensuales porque dice que tendrá efectos negativos en la economía y hará aumentar el paro.

En España existe una gran desigualdad social. Según Oxfam Intermon, hay 3,2 millones de personas que están por debajo del umbral de pobreza extrema, y a la vez 21 personas superricas tienen, entre todas, un patrimonio de 104.000 millones de euros. Este no es un problema específico español. En la UE pasa lo mismo: hay 123 millones de personas en riesgo de exclusión y 324 personas que tienen cada una más de mil millones de euros. En los últimos años ha habido un elevado crecimiento económico que ha enriquecido a las personas que menos lo necesitan y, en cambio, la precarización laboral y el número de personas marginadas han aumentado.

La globalización y las políticas liberales aplicadas para salir de la crisis, han supuesto pérdida de poder adquisitivo, corrupción y miedo al futuro, hecho que ha creado un entorno propicio para hacer crecer el populismo. Si hay algún culpable de esta situación, no es el pobre inmigrante, a quién muchos cogen como chivo expiatorio, sino las élites políticas y económicas que se apropian de los beneficios del crecimiento económico que todos han ayudado a crear. En pleno siglo xxi, en una sociedad moderna y democrática, nunca se había pensado que un número tan reducido de ciudadanos tendrían tanto poder para aumentar su riqueza y privilegios. Estas élites económicas son una oligarquía que se enriquece mientras que las clases medianas y populares viven momentos difíciles.

El resultado de esta concentración de riqueza y de poder en tan pocas manos se traduce en un enorme aumento de la desigualdad. Los próximos meses están llenos de elecciones y nombramientos de nuevos responsables políticos, desde la UE hasta los ayuntamientos. Las propuestas para disminuir las desigualdades tendrían que ser uno de los ejes destacados de los programas electorales. Si se quiere que los ciudadanos crean en la democracia, se tiene que hacer que los discursos políticos y las promesas electorales vayan acompañados de su cumplimiento.

No se trata sólo de condenar la demagogia del populismo, sino de combatirlo con medidas que mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos.

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