No sólo del proceso viven los catalanes. La hipergesticulación dura lo que dura y el chicle del independentismo ya no se puede estirar más. No hay bandera que esconda el cúmulo de recortes y de malestar existente, y la gente empieza a hartarse. Las movilizaciones que reclamaba el presidente Quim Torra para hacer realidad la República se han convertido en manifestaciones contra su inacción y la de su gobierno. Así, médicos, profesores y estudiantes, funcionarios, bomberos y mossos protagonizan un otoño caliente, reclamando lo que es suyo, y a Torra parece que todo le venga un poco grande.
Mientras el ex-presidente Carles Puigdemont hace su particular batalla en Waterloo, Torra, como Gary Cooper, se mantiene impertérrito solo ante el peligro. La interinidad del cargo lasra la necesaria solución de los problemas cotidianos. El mismo Torra ha reconocido en más de una ocasión su provisionalidad. Lo que no calculaba él es que la paciencia tiene un límite y que, incluso los suyos, los que quieren la independencia, necesitan un plato en la mesa y que, en caso de no tenerlo, se tienen que buscar la vida. El día a día no se lo resolverá Puigdemont desde su exilio, más bien al contrario, mientras aquí la gente sale a la calle y reclama aquello que es suyo, el rey belga hace castillos en el aire.
Los promotores del proceso no tuvieron en cuenta el factor mientras tanto. "Qué hacemos mientras no llega la independencia con el día a día…" Solucionar el conflicto argumentando, como parece hacer el portavoz adjunto del grupo parlamentario de Junts per Catalunya (JxCat), Eduard Pujol, que con la República se podrán volver a atar los perros con longanizas es, aparte de osado, insuficiente. Dice Pujol que las listas de espera no son "esenciales" comparándolas con la República. Por su parte, la oposición empieza a ver que por esta rendija se puede hacer un buen agujero. Así, Inés Arrimadas (Cs) ha puesto sobre la mesa la contradicción que significa anunciar la apertura de una nueva tongada de embajadas con no tener dinero para llegar a final de mes en aspectos esenciales como la sanidad, la enseñanza o la seguridad.
Por otro lado, este no es un Gobierno ni cohesionado ni preparado para afrontar una revuelta social. La calle lo sabe, y cansado de falsas promesas, entiende que el ejecutivo es débil y que no le quedará más remedio que ceder. Todo ello en el marco de negociación de los presupuestos catalanes y con la estratégica predisposición de los comunes de llegar a un acuerdo si se escucha la calle. Encima la mesa también espera la idea de la alcaldesa Ada Colau de cerrar los problemas presupuestarios de tres administraciones de un golpe: Generalitat, ayuntamiento de Barcelona y gobierno español. Un triple pacto que los independentistas ven con reticencia.
UNA FACTURA DE MAS
A nadie se le escapa que Torra está pagando una factura que no es suya, o cuando menos, no del todo, ni siquiera del mismo Puigdemont. La revuelta que hoy viven las calles viene de los recortes del ex-presidente Artur Mas el 2011 y 2012 que, a pesar de que fue empujado por una crisis económica descomunal, infligió uno de los recortes que se recuerdan en Cataluña, e incluso en el conjunto del Estado. El compromiso, a cambio de apretarse el cinturón, fue entonces que se revertirían los recortes tan pronto se superara la época de vacas magras. Pero aquellas promesas cayeron en saco roto y de aquí llora ahora la criatura. Los colectivos que salen estos días a la calle entienden que ya se sacrificaron cuando tocaba, pero que hace tiempo que se los tendría que haber recompensado.
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