Hemos sido engañados. Y no es una manera de hablar: es un diagnóstico. Nos vendieron un futuro estable, un mundo verde y una sociedad justa que recompensaría el esfuerzo. En cambio, algunos estudios recientes sitúan la adolescencia, actualmente, hasta los 35 años. El sistema no nos ha dejado dar el paso a la adultez real. Quieren hacernos creer que somos la “generación de cristal”, pero estamos aquí porque el sistema ha fallado con unos políticos que prometen y no cumplen.

La escuela, que cambia de modelo con cada gobierno y que no ha enseñado ni a memorizar ni a pensar. Y la sociedad, que etiqueta antes de escuchar. La educación —la pedagogía de verdad— es esencial para una sociedad madura. Tras décadas de LOE, LOMCE y LOMLOE, ¿alguien sabe realmente para qué han servido?
También falla un mercado laboral precario, que nos pide una experiencia que no ofrecen y donde no valoran la formación que tenemos. Nos piden que nos movilicemos, que seamos motor de cambio, que nos impliquemos. Pero ¿cómo confiar en un sistema que deja pederastas en la calle mientras encarcela a cantantes? ¿Cómo proyectar futuro con unos sindicatos inexistentes y una generación que a menudo se siente sola?
Antes ser joven era duro, pero no absurdo. Nuestros padres podían ahorrar, independizarse e incluso viajar. Hemos normalizado alquilar una habitación y vivir sin horizonte. Nos dicen que vivimos bien porque tenemos un iPhone, pero lo tenemos que pagar a plazos. Nos dicen que “la economía va como un cohete” mientras España encabeza el paro juvenil en Europa. Si realmente va tan bien, ¿por qué no suben más el salario mínimo?
También nos han quitado el aliciente de tener un coche, que antes era símbolo de la primera independencia. Ahora tenemos que convivir con un mosaico de leyes europeas que casi nadie entiende, y donde en una ciudad puedes circular y dos calles más allá ya no. Y cuando el sistema nos dice que usemos el transporte público, nos encontramos con incidencias, retrasos y una ineficiencia crónica. Catenarias, averías, excusas. Siempre excusas.
La situación geopolítica vuelve a tensarse, y mientras resurge el “No a la guerra”, quieren colocarnos el fantasma del retorno de la mili. Al mismo tiempo, la salud mental es muy crítica. El suicidio es la primera causa de muerte no natural entre jóvenes. Lo veo de cerca: mi trabajo vinculado a la comunicación y al activismo contra el acoso escolar y la pedofilia me hace toparme con una víctima nueva en cada artículo. Y seguimos sin una ley estatal contra el acoso escolar. Dicen que les preocupa la juventud mientras miran hacia otro lado.
La desilusión política es enorme, un espectáculo de titulares vacíos. Y algunos partidos han decidido dividirnos: jóvenes contra mayores, con el argumento de que, en general, las pensiones son más altas que los sueldos. Es peligroso y triste dividir un país por edades. Los jóvenes deberíamos reconocer cómo los abuelos reconstruyeron una sociedad devastada. Y los abuelos deberían ver que hoy necesitamos sueldos dignos, no limosnas.
Cada vez más jóvenes vuelven a vivir con los abuelos porque los padres no pueden asumirlo o porque los abuelos son el único pilar sólido en un sistema que ya no garantiza oportunidades. Las herencias en vida ya no son un lujo: son, a menudo, la única puerta de entrada a la vida adulta. Somos una generación sin un relato colectivo que nos guíe y sin un proyecto de país que nos incluya. Nos han dicho que todo era posible, pero nos han dado herramientas rotas. Nos han hablado de igualdad de oportunidades mientras mantenían estructuras que perpetúan desigualdades evidentes.
Aun así, seguimos aguantando un sistema que se alimenta de nuestras renuncias. Vivimos en un tiempo donde todo es inmediato excepto las soluciones que necesitamos. Donde se legisla más pensando en la foto que en las personas, a golpe de tuit. Donde cada crisis sirve de excusa para recortar derechos. Y, en medio de este desgaste constante, se nos exigen responsabilidades mientras se nos niegan las oportunidades de adultos.
Somos una generación cansada de ver un presente incierto y un futuro negro. Nos merecemos una vida completa, no una adolescencia eterna impuesta. Y, aun así, todavía esperan que nos conformemos y callemos. Pero no somos ingenuos: sabemos que, si el esfuerzo fuera suficiente, muchos ya habríamos llegado más lejos. Lo que falta no es voluntad; es un sistema que no nos ponga trabas a cada paso. Si realmente quieren que prosperemos, que nos emancipemos y que proyectemos futuro, deben garantizar lo básico: estabilidad, salarios dignos y oportunidades reales. No queremos milagros.
Siete de cada diez jóvenes ven con buenos ojos una dictadura… y a mí me preocupa.
No queremos titulares optimistas: queremos hechos. Si se desvanece la última brizna de estabilidad, salir a la calle será una obligación. El futuro no está escrito, pero nosotros estaremos ahí.







