En un momento en que la violencia sexual contra mujeres y niñas aumenta y, al mismo tiempo, se normaliza, Pubertad —la nueva serie de Leticia Dolera—nos obliga a mirar de cara lo que la sociedad prefiere minimizar o ignorar. La serie es un retrato incómodo de lo que está pasando entre los adolescentes de hoy, y una herramienta potentísima para hacer visibles los mecanismos que explican por qué esta violencia arraiga, crece y se banaliza.
En su serie de seis episodios, Dolera revela, capa a capa, los códigos, las presiones, las complicidades y las omisiones que hacen posible la violencia sexual en edades cada vez más tempranas. Y lo hace con una precisión casi quirúrgica, desplegando todos los elementos —visibles e invisibles— que explican la sexualidad adolescente hoy:
- la necesidad de encajar en el grupo
- la presión para demostrar «masculinidad»
- el miedo a ser excluido
- la homofobia latente
- los mandatos de género y su transmisión de generación en generación, y entre iguales
- falta total de educación afectiva-sexual
- el consumo precoz y normalizado de pornografía
- Y la incapacidad adulta para leer las señales
No olvida ningún detalle. No exagera ni dramatiza: observa, analiza y expone. Y lo hace con un realismo que incomoda porque es identificable: los adolescentes están creciendo en un entorno saturado de estímulos, pantallas y presiones sociales, mientras las familias, las escuelas y las instituciones llegan tarde y mal. Los adolescentes no tienen herramientas para gestionar el deseo, el consentimiento o los límites. Y quien llena este vacío es el porno, como escuela de violencia y deshumanización. ¿Qué podría salir mal?
Desmontar el mito del monstruo
Pubertad desactiva uno de los mitos más peligrosos: la idea de que el agresor sexual es un monstruo, un ser anómalo, externo a la comunidad. Mostrarlo así nos tranquiliza, nos libera de toda responsabilidad, porque dibuja al agresor como un accidente, como un fallo del sistema. Pero es falso.
La serie muestra chicos «normales», hijos de entornos «normales», reproduciendo y ejerciendo violencia normalizada. Eso es lo que da más miedo. Y es lo que hace más necesario entender que la violencia sexual es producto de la socialización machista, de los mandatos de género, del porno como referente, de la necesidad de aprobación entre iguales y de la cultura de la impunidad.
La banalización del mal entre adolescentes
Uno de los grandes aciertos de la serie es mostrar cómo una agresión sexual puede convertirse en «algo que pasa», un episodio que los chicos normalizan con una naturalidad desgarradora, porque en el ecosistema que les rodea la violencia es percibida como parte del juego social.
Y en este contexto, la frase de Dolera resuena con fuerza: «Los buenos chicos también pueden ser agresores sexuales.»
Es, de hecho, una síntesis perfecta de lo que el feminismo hace décadas que denuncia: los agresores no son monstruos marginales, sino chicos socializados en un sistema (patriarcado) que, por un lado, los legitima, les da poder y los libera de toda responsabilidad a ellos; y, por otra, las vigila, deshumaniza y cosifica a ellas.
Las consecuencias para las víctimas: culpa, silencio y soledad
La serie retrata con mucha veracidad el dolor de las víctimas: la culpa, la vergüenza, y la dificultad de poner palabras a lo que ha pasado. La agresión no acaba en el acto: continúa en el silencio del entorno, en el miedo a explicarlo, en la falta de estructuras que las protejan o las escuchen.
Y es aquí donde la serie nos interpela de forma directa: si no reaccionamos colectivamente, este autobús sin frenos seguirá bajando pendiente abajo. Las cifras oficiales lo demuestran, pero la serie lo hace sentir: la violencia sexual no es excepcional. Es sistémica.
La reparación y la responsabilidad: recuperar la humanidad robada
Uno de los aspectos más valientes de la serie es abordar el terreno de la reparación. Y lo hace mostrando que sin asunción de responsabilidad no hay restaurativa posible.
Eso es fundamental. Cuando hay una agresión sexual, lo que pasa es un proceso de deshumanización: la víctima es reducida a objeto. La reparación —cuando es posible, cuando la víctima la quiere, cuando se dan las condiciones necesarias— es justo el movimiento contrario: un ejercicio de rehumanización.
Pero hay que dejarlo claro: la reparación no es para los agresores. No es una forma de antipunitivismo. No busca redimirlos ni ofrecerles un camino de salvación. La reparación se hace para la víctima, para darle herramientas, sentido, contexto y —si ella lo necesita—respuesta a preguntas que la persiguen, como «¿Por qué a mí?».
Y es imprescindible recordar que una restaurativa mal entendida —forzada, precipitada, sin responsabilidad real— no repara: revictimiza.
Por qué nos gusta Pubertad
Pubertad es más que una serie. Es un instrumento político y pedagógico. Nos obliga a mirar de cara una violencia que ya forma parte del paisaje social de los adolescentes. Y nos recuerda que todavía estamos a tiempo de intervenir, pero sólo si asumimos que:
- los agresores no son monstruos
- la violencia sexual es estructural
- la reparación es para las víctimas
- y la responsabilidad colectiva es ineludible
Dolera no sólo ha hecho una buena ficción. Ha hecho una obra necesaria.
