Desde el punto de vista estrictamente deportivo, el Barça de Flick y de Lamine Yamal está dejando un rastro de dudas y de cierta desorientación, sobre todo en relación con el rendimiento exhibido la temporada anterior, concluida con un balance de tres títulos nacionales en juego, un triplete indudablemente exitoso con el regusto no menos celebrado de haberlo conquistado en un pulso más que vencedor con el Real Madrid.
A lo largo de la temporada, no obstante, también hubo momentos parecidos de incertidumbre, decaimiento y hasta de crisis. El Barça llegó a estar siete puntos por debajo durante su etapa más crítica en noviembre de 2024 y acabó remontando y ganando la Liga con autoridad. Incluso soñó con el tercer triplete (Liga, Copa y Champions) alcanzando las semifinales de la Copa de Europa.
También es cierto que ese final de curso dejó entrever cierta fatiga y una menor efectividad del equipo, en general, que parece haber tenido continuidad en este segundo año de Hansi Flick en el banquillo.
La diferencia sustancial de ambos escenarios en esta segunda crisis no radica tanto en el juego, pues el equipo (o sea, el sistema basado en una línea defensiva alta, presión interminable e infalibilidad en el fuera de juego táctico) es perfectamente capaz de recuperar el tono y la solidez de otros tiempos, como en el ruido mediático y la sensación de que el vestuario sufre las consecuencias de esos egos que el entrenador alemán ya había denunciado tras los primeros partidos y más allá de los resultados.
Además, en torno a Lamine Yamal, excepcional futbolista que viene de dar un recital en Brujas el pasado miércoles, la realidad es que ha permanecido demasiadas semanas en el escaparate de la polémica desde que su vida privada es más pública y controvertida que el efecto silenciador de sus goles y jugadas. Atmósfera insoportable a la que su figura ha contribuido con rumores incesantes sobre sus caprichos e indisciplina de crack consentido a nivel interno, con una descuidada y aparente propensión a dedicarle más horas a sus asuntos comerciales que a recuperarse de la pubalgia crónica que padece. Y también por su tendencia a atraer aún más polémicas y enemigos con declaraciones desafortunadas, inoportunas y, sea el contexto que sea, antideportivas y poco ejemplares viniendo de un profesional del Barça, representante icónico de sus valores, así como sucesor y heredero de la imagen admirada mundialmente que han proyectado Messi, Puyol, Iniesta, Xavi o Busquets, entre otros pesos pesados de la historia del fútbol.
El cóctel, agitado por los resultados, lo completan las injerencias y contumaces errores de la presidencia que, por ejemplo, es responsable directa de la baja de Íñigo Martínez, de que Luis Díaz golee con la camiseta del Bayern y no la azulgrana, de una pretemporada infame, de la errante y desconcertante sensación de no saber dónde se jugará cada semana, de conflictos y vergüenza ajena en cada inscripción de jugadores y de minar la autoridad del entrenador ante el vestuario tolerando los desafíos y desmanes de Lamine Yamal.
De tal calibre que el incendio de esta semana ha afectado a la continuidad y estabilidad de Hansi Flick, que habría decidido irse lejos de Barcelona, de Joan Laporta sobre todo, al final de esta temporada con independencia del balance de títulos. Esa ha sido la mecha periodística que provocó unas manifestaciones extrañamente emotivas de Flick sobre su apego y proximidad al Barça. Una declaración de amor al club que, sin embargo, es perfectamente compatible con que el técnico alemán sufra como ningún otro porque el potencial infinito de su equipo lo lastre la negligente y calamitosa dirección un presidente descuidado y alejado de los intereses del Barça por la sencilla razón de que no son su prioridad.
Básicamente, solo de Laporta depende que las cosas mejoren, especialmente de evitar que Hansi Flick se vuelva loco y que Lamine y el vestuario se reencuentre como equipo, no solo en el campo.

