Este octubre ha sido especialmente duro con la tragedia que ha rodeado a Sandra Peña, una menor de 14 años que puso fin a su vida tras sufrir acoso escolar continuado en el Colegio Irlandesas de Loreto de Sevilla. Su muerte evidencia un problema estructural que el sistema educativo y las instituciones siguen gestionando de manera negligente. Cada año, 1 de cada 4 menores sufre acoso escolar de forma constante, pero solo un pequeño porcentaje recibe apoyo efectivo. Cuando ocurre una tragedia como la de Sandra, la sorpresa mediática es inmediata… pero el cambio real nunca llega.

¿Cuántos de los que han participado en el altar y los homenajes que se han hecho por Sandra Peña se interesaron por ella o por su familia cuando aún estaba viva? La familia había pedido ayuda, había denunciado y buscaba protección. Ahora aparecen, tarde como siempre, a limpiar conciencias. ¿Y las instituciones? Mudas y “conmocionadas” cuando la tragedia ya ha sucedido.
Señalar a las supuestas agresoras no es la solución. Los máximos responsables son el centro escolar, que no activó los protocolos ante el acoso, y las instituciones, que solo se pronuncian tras una desgracia, en días internacionales o en campañas populistas que no ofrecen soluciones concretas y solo generan frustración entre las víctimas y las familias.
España sigue sin una ley nacional contra el acoso escolar, a pesar de las recomendaciones de la OMS y de múltiples estudios educativos que advierten de las graves consecuencias sobre la salud mental de los menores. Los protocolos existentes son insuficientes: muchos centros ni siquiera los aplican, y cuando lo hacen, suele ser solo para cumplir con la normativa, sin ofrecer protección real. También faltan psicólogos y mediadores escolares independientes, profesionales capaces de intervenir antes de que los conflictos deriven en tragedias. La falta de estos recursos impide una detección temprana y un acompañamiento efectivo, dejando a los menores vulnerables y solos.
Por primera vez, se ha convocado una huelga en memoria de Sandra, un gesto histórico que demuestra que la comunidad educativa está cansada del silencio y la pasividad. Esta iniciativa generó una ola de apoyo que trascendió el ámbito escolar: equipos de fútbol como el Real Betis, el equipo de Sandra, o el Sevilla FC organizaron minutos de silencio y homenajes, y la repercusión llegó incluso a medios internacionales, demostrando que la memoria de Sandra y la lucha contra el acoso escolar pueden movilizar a toda la sociedad. Porque el bullying es un problema transversal, como siempre he señalado.
Pero no debemos olvidar que Sandra no es la única víctima. Hay muchos otros niños y niñas que lo sufrieron cada día y también se quitaron la vida, como Jokin, Diego, Carla, Alan, Hugo, Óscar, Lucía, Alana, Alejandro, Adam, Laura, Kira, Claudia, Ilan, Daniela o Dani, recientemente en Almacelles (Lleida). Y tantos otros que han quedado en el anonimato. Muchas de esas vidas siguen siendo invisibles, sin reconocimiento mediático, pero con un dolor tan real como el de Sandra. Además, no solo existen víctimas que han perdido la vida: muchas continúan vivas, pero se sienten muertas por dentro, atrapadas en un riesgo real de suicidio si no reciben la ayuda adecuada.
Que esta tragedia haya tenido eco me deja una sensación amarga: la repercusión mediática no es la solución. La solución pasa por una legislación efectiva, protocolos obligatorios aplicados con rigor, recursos psicológicos y mediadores independientes, y un cambio de mentalidad que coloque la vida de los niños por encima de la burocracia. Mientras tanto, los responsables mantienen su silencio cómplice y las víctimas siguen acumulándose en el olvido.
Que quede claro: las víctimas no son solo las que deciden poner fin a su vida. También lo son todos aquellos niños y niñas que sufren acoso cada día o lo han sufrido. El objetivo debe ser que sigan vivos, que nadie más tenga que sufrir ni morir por un sistema que falla, y que no se generen nuevas víctimas. Es una responsabilidad colectiva, y el tiempo de mirar hacia otro lado ya pasó. No debemos dejar solas a las víctimas.
Sandra no es un caso aislado. Ni ella ni los demás nombres que hoy pronunciamos con tristeza lo son. Y la pregunta que debemos hacernos, con un nudo en la garganta, es: ¿cuántos más hacen falta antes de que las instituciones dejen de excusarse y empiecen a proteger la vida de los menores?
Ningún niño ni niña debería sentirse invisible, solo o en peligro dentro de su escuela, sea por bullying o por abusos. Es hora de poner la vida y la seguridad de los menores por encima de la burocracia y las apariencias. Es hora de responsabilizar a quienes tienen el deber de protegerlos. Y es hora de que Sandra, y todos los que sufren, sean recordados con acción, no solo con lamentos.








