Una de las divas más preocupantes de las sociedades contemporáneas es la progresiva normalización de comportamientos y discursos que, en esencia, deberían ser excepcionales o directamente rechazables. Lo que empieza como una disonancia moral acaba integrándose en la cotidianidad hasta convertirse en invisible. Este proceso, que a menudo opera bajo la forma de una aparente tolerancia o indiferencia, constituye una de las formas más sutiles de degradación democrática.
Cuando el lenguaje del odio o de la exclusión se repite con constancia, pierde su carácter de transgresión y se transforma en rutina. Las ideas extremas —sea en relación con la inmigración, el feminismo o la diversidad— se filtran en el discurso público mediante la repetición y la banalización. De esta manera, la violencia simbólica se incorpora al tejido social sin resistencia aparente, mientras el rechazo se disuelve en un clima de acomodación emocional.
El verdadero peligro no radica tanto en la existencia de estos discursos como en la tolerancia que los acoge. La indiferencia, a menudo justificada en nombre de la libertad de expresión, se convierte en una forma de complicidad que erosiona los fundamentos éticos de la convivencia. Cuando la sociedad deja de reaccionar ante la injusticia o la ofensa, pierde la capacidad de autocorrección moral. La aceptación acrítica de la crueldad es el primer paso hacia su institucionalización.
Revertir esta tendencia exige una actitud de vigilancia moral e intelectual. Hay que recuperar la capacidad de discernir entre la libertad y la impunidad, entre el debate y la deshumanización. Sólo desde una conciencia crítica —alimentada por la educación, el diálogo y el compromiso cívico— es posible restituir el valor del respeto como principio básico de la vida colectiva.
Decir «esto no es normal» no es un acto de rigidez moral, sino un ejercicio de responsabilidad. Es afirmar que la convivencia no se construye desde la resignación, sino desde la lucidez.







