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La obsolescencia de la condición humana

Las formas de organización del trabajo, de la economía y de los mercados determinan el reparto de la riqueza, adaptan al ser humano a la máquina y reconfiguran la sociedad según las exigencias tecnológicas de sus amos. Este proceso erosiona nuestra dignidad: dejamos de ser protagonistas de la historia y se antepone el beneficio a la vida.

Susana Alonso

La primera revolución industrial, la de la máquina de vapor, pasó el trabajo manual al mecanizado y a la producción en masa. El artesano no pudo competir y, en vez de vender su producto, tuvo que vender su fuerza de trabajo, convirtiéndose en obrero. Se consolidó el capitalismo moderno.

En la segunda, con la electricidad, el motor de combustión interna, el proceso Bessemer para el acero, la química industrial, la línea de montaje de Ford, la expansión del ferrocarril y del teléfono, el crecimiento de las empresas y de los mercados internacionales con una incipiente globalización, nacieron los sindicatos y los partidos de izquierdas.

La tercera, basada en la informática, la electrónica, las telecomunicaciones, la automatización, la digitalización de procesos, la economía de la información, la globalización acelerada y los nuevos modelos de negocio y trabajo impulsados por el auge de internet, llegó el declive de la izquierda y la deslocalización de empresas en busca de mano de obra más barata, que solo precisa conocimientos básicos. La caída del Muro de Berlín fue un punto de inflexión.

En la cuarta prosperan las tecnologías integradas, la inteligencia artificial, la robótica avanzada, el internet de las cosas, la impresión 3D y la biotecnología: la integración de lo físico, lo digital y lo biológico, con la consiguiente transformación de la industria, el comercio y el trabajador. Los beneficios se obtienen, más que con la plusvalía, con la especulación, los arriendos en la nube de sistemas y espacios de almacenamiento de información y documentos, el comercio digital, las franquicias, la manipulación masiva de datos y los constantes aumentos de precios. El cerebro humano es sustituido por el algoritmo.

Si en la primera se perfeccionó la explotación del hombre por el hombre, la cuarta conduce a la deshumanización. El mundo está ya tan automatizado que no podemos decir que también hay tecnología: la tecnología es ahora el sujeto de la historia de la que somos contemporáneos. Nos convierten en testigos pasivos; cedemos nuestro juicio a la lógica de los dispositivos y nuestra identidad a las funciones que se nos asignan. Nos privan de categoría y de salario. Nuestro juicio se reemplaza por la eficiencia del dispositivo y nuestra identidad por la función encomendada. Percibimos la cantidad asignada al puesto de trabajo en el que nos colocan.

El imperativo categórico —«actúa de tal manera que la máxima de tu acción sea la del aparato del que eres o serás parte»— conduce a la alienación y la cosificación, desde Karl Marx hasta las discusiones sobre el taylorismo y el fordismo. Las experiencias de trabajo en la línea de montaje, en las que el trabajador se sincroniza con el funcionamiento de la máquina, expresan la falta de identificación entre lo que uno es y lo que uno hace. Es la autorreferencia fallida del individuo, que se siente en un estado oscilante de irritación, desorientación y desconcierto: el burnout. Ya no se valora lo que uno es, sino lo que se le requiere hacer, cada vez más simplificado y deshumanizado, consolidado por la valoración del puesto de trabajo.

Para evitar el pavor prometeico, se crean imágenes de nosotros mismos. En los robots podemos sobrevivir en efigie y, así, solo en la imagen, entrar también en la producción automática. Si vamos a estar presentes únicamente como modelos, podremos imaginar que existimos en las copias.

Primero fue la radio, después la televisión y ahora las redes sociales, que nos vuelven ermitaños entre las multitudes. Los contactos sociales reales se pierden y nos convertimos en fantasmas y actores secundarios irreales y distantes. Pasamos a habitar soledades colectivas. Sentados frente a una pantalla para reunirnos, la conversación auténtica se degrada y nos sentimos inferiores a los productos que usamos. Esta alienación nos lleva a aceptar acríticamente el progreso técnico, incluso cuando es destructivo.

Las guerras, hambrunas o desastres vistos desde el sofá nos vuelven insensibles. El sufrimiento se convierte en espectáculo. El exterminio en Gaza y la hambruna provocada, que aparece en las cadenas de televisión que vemos —con niños desnutridos y hospitales colapsados y destruidos—, es un ejemplo claro: el sufrimiento extremo se ha vuelto invisible. Vemos sin ver, porque nos han entrenado para consumir el horror como parte del paisaje cotidiano. Hasta que se vuelve insoportable.

Las bombas atómicas y los campos de exterminio evidencian la capacidad del hombre para autoaniquilarse. Los pilotos de drones operan sistemas letales a distancia con frialdad burocrática, sin responsabilizarse de las víctimas, incapaces de imaginar, asumir o reaccionar ante las consecuencias catastróficas de las creaciones tecnológicas que manejan. Se desliga al agresor de la tragedia que provoca.

Los incendios en el oeste de la península o las inundaciones en Valencia no son episodios aislados: son advertencias de un sistema al límite que nos urgen a recuperar la capacidad de asombro y el juicio moral autónomo.

La ceguera apocalíptica, hoy, no es solo una metáfora: es una forma de vida impuesta. El verdadero crimen no es destruir el mundo, sino hacerlo sin que casi nadie lo advierta.

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