Cada vez que una agresión sexual llega a juicio y se dicta sentencia crece nuestra indignación y estupefacción. Estos días hemos sabido que los acusados de la Manada de Castelldefels han llegado a un acuerdo con la Fiscalía y las víctimas, y aceptan penas de 8 a 3 años de cárcel por haber mostrado arrepentimiento e indemnizar a las chicas violadas con 30.000 euros. Se enfrentaban a penas de entre 28 y 53 años por haber violado, humillado, grabado y difundido las agresiones sexuales organizadas a 4 mujeres. Algunos no irán a la cárcel después de los tres años que han pasado esperando el juicio.
La violencia sexual no es un hecho aislado: es parte del mismo sistema que sostiene la desigualdad entre mujeres y hombres. Primero nos agrede el hombre —el “hombre normal”, a menudo cercano: pareja, amigo, familiar— y después nos agrede el sistema: se duda de nosotras, se nos interroga como sospechosas, se nos exigen pruebas imposibles y se nos empuja al silencio. Esa doble desprotección explica por qué las denuncias son solo la punta del iceberg. Lo que ocurre cuando se denuncia y se juzga a los agresores, con penas nulas o irrisorias, remata el triplete.
De la experiencia individual al marco que la hace posible
Cuando cada caso se vive como un drama aislado, parece que el problema sea “ese hombre” o “esa noche”. Pero si miramos el conjunto, aparece el patrón: un entorno que trivializa, disculpa o normaliza la violencia sexual y que, además, revictimiza a quien se atreve a denunciar. Y ese entorno tiene nombre: la cultura de la violación.
Es el marco social que normaliza, minimiza y justifica la violencia sexual contra las mujeres. No se limita a casos extremos: está en la broma que ridiculiza, en la canción que sugiere que “ella dice no, pero en realidad sí”, en la escena que presenta como romántico el acoso insistente, en el comentario que culpa a la víctima por su ropa, su consumo de alcohol o su “ambigüedad”. La cultura de la violación desplaza la responsabilidad del agresor y la coloca sobre la mujer, sentando así las bases para construir la impunidad de los agresores.
La segunda agresión: el circuito institucional
Cuando una mujer denuncia, entra en un recorrido lleno de obstáculos: relatos repetidos, duda sistemática sobre su memoria, su actitud y sus intenciones, costes económicos y emocionales, tiempos judiciales interminables y tecnicismos que trocean su experiencia en categorías frías. La supuesta “neutralidad” del sistema sirve de coartada para no ver la desigualdad real. Demasiadas veces, la justicia no protege; revictimiza. Por eso decimos que más denuncias no significan más justicia.
Los mitos que habitan el imaginario de la violencia sexual
Para que exista impunidad sostenida, debe existir un relato que la sostenga. Un relato social que crea atajos mentales para excusar a los agresores y mantener bajo vigilancia a las víctimas. Y justamente ahí se asientan los mitos que alimentan la cultura de la violación:
“Son monstruos o enfermos mentales”
“Ellas se lo inventan / exageran”
“Ella lo provocó” —como en su momento Eva tentó a Adán.
“Si es verdad, ¿por qué no denunció antes?”
“Si de verdad la hubieran violado, estaría tan deprimida que ni saldría de casa” (el mito de “la víctima perfecta”)
Estos mitos son la base de la cultura de la violación. Funcionan como un escudo para los agresores y como un peso extra para las víctimas. El concepto de “monstruo” permite pensar que son casos aislados, cuando en realidad son hombres comunes, integrados socialmente: tu hermano deportista, el vecino que siempre saluda, el marido amoroso o el amigo gracioso. El “se lo inventan” y el “fue un malentendido” desacreditan la palabra de las mujeres y convierten el consentimiento en un juego retórico. El “ella lo provocó” es la raíz histórica de la culpabilización femenina, heredera directa del mito bíblico de Eva. Y el “¿por qué no denunció antes?” ignora lo evidente: que la mayoría no denuncia porque sabe que al dolor de la agresión se suma el de un sistema que no protege, sino que cuestiona y revictimiza.
Y, finalmente, el mito de la “víctima perfecta” añade un filtro todavía más cruel: se espera que una mujer violada se comporte según un guion rígido —llorar, hundirse, no retomar su vida, no sonreír nunca más—. Cualquier reacción que se aparte de ese estereotipo se utiliza para poner en duda su credibilidad. Si sale, si trabaja, si sonríe, si retoma una relación sexual, entonces “no puede ser que haya sido violada”. Este mito borra la variabilidad de respuestas ante el trauma y vuelve a situar la carga de la prueba sobre las víctimas, no sobre los agresores.
La tercera desprotección: las penas impuestas
Las pocas veces que se llega a una condena, la justicia patriarcal vuelve a mostrar su rostro: las penas son escasas y a menudo no se cumplen en prisión efectiva. En 2023, el Ministerio del Interior registró cerca de 22.000 delitos sexuales en España, pero el INE contabilizó solo 2.867 adultos condenados por estos delitos en ese mismo año, una cifra además un 10,4 % menor que en 2022. Entre esas condenas, apenas 30 sentencias firmes reconocieron el delito como violación (con penetración).[1]
Incluso en los casos más graves, las condenas se reducen o se suspenden. La aplicación retroactiva de la llamada ley del solo sí es sí derivó en más de 1.200 reducciones de pena y al menos 126 excarcelaciones de agresores sexuales, mostrando hasta qué punto el sistema prioriza los derechos de los condenados frente a la protección de las víctimas.
El mensaje es devastador: la violencia sexual contra mujeres y niñas no se castiga de manera proporcional a la magnitud del daño. Al contrario, el sistema judicial refuerza la sensación de impunidad, alimentando la cultura de la violación.
Nombrar para cambiar
“La vergüenza debe cambiar de bando” es más que un lema: es estrategia política. Significa creer a las mujeres, romper el aislamiento, construir redes, y señalar a quienes minimizan o se lucran con esta violencia (industria pornográfica, prostitución, medios cómplices). Significa exigir a las instituciones que dejen de funcionar como filtros de descrédito y reconozcan que su pretendida neutralidad ha sido —y es— patriarcal.
Porque nos guste o no, la violencia sexual, igual que toda violencia machista, es un instrumento que sirve al patriarcado para disciplinar a las mujeres. Por eso hablamos de (IN)JUSTICIA PATRIARCAL: porque en este sistema, la impunidad no es casualidad, es estructura. Y mientras la justicia sea patriarcal, las mujeres no tendremos justicia.
Concentración de protesta por la sentència de la Manada de Castelldefels el próximo lunes 29 de setiembre a les 18:30 en la Plaza Sant Jaume de Barcelona
[1] Fuente: Ministerio del Interior (Balance anual 2023 — ~22.000 delitos sexuales) y INE (2.867 condenas firmes por delitos sexuales en 2023, −10,4 % vs. 2022).