El auge de las formaciones de extrema derecha en el mundo está provocando que el resultado de cualquier cita electoral se convierta en un auténtico quebradero de cabeza para los partidos y los electores que creen en los valores democráticos y en la política como un espacio de deliberación desde donde resolver las diferencias.

Las fuerzas ultraconservadoras, en cambio, hacen permanentemente una enmienda a la totalidad a este paradigma y defienden, ya sin manías, el uso de la intimidación y de la violencia para alcanzar sus objetivos. Sólo hay que recordar las protestas xenófobas de Torre Pacheco o el mensaje de Santiago Abascal propugnando el hundimiento de Open Arms.
La derecha europea, por su parte, sigue sin haber resuelto el dilema de si debe pactar o no con estas opciones. En España, por ejemplo, el PP ha llegado a acuerdos con Vox en aquellas instituciones en las que ha precisado sus votos. Y hay, hoy por hoy, pocas dudas de que Núñez Feijóo pactará con la extrema derecha en caso de que necesite a sus diputados para ser investido presidente del Gobierno. En Alemania fue clave que Angela Merkel criticara un cierto flirteo de su partido con la AfD para que el entonces candidato Merz acabara rechazando un eventual acuerdo con los ‘ultras’. Con todo, hay que recordar que el líder alemán ha asumido parte de las políticas ultraconservadoras, sobre todo en materia de gestión de la inmigración. Y eso plantea un segundo debate: ¿es ético que, para frenar el auge de la derecha más extrema, los partidos asuman parte de sus postulados?
El fuerte ascenso del nacional-populismo ha ido prácticamente en paralelo a la caída de una izquierda, principalmente socialdemócrata, que no ha sabido leer bien el momento que vivimos. Mientras la derecha y la extrema derecha han sabido conectar muy bien con el miedo de unas sociedades cambiantes a marchas aceleradas, la izquierda no ha sido capaz de articular un mensaje de esperanza y de mejora en el futuro. Por ello, la recuperación de estos partidos se producirá, entre otros motivos, si los dirigentes de estas formaciones son capaces de renovar el contrato social que las sucesivas crisis de los últimos años han roto. Unas crisis que han disparado las desigualdades -los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres- y que han provocado que una parte de la población, enfurismada con la clase política, haya apostado por unas opciones que, lejos de resolver sus problemas, le da una (falsa) seguridad. Este nuevo contrato social debería poner en el centro aquellos elementos que garantizan la igualdad de oportunidades: la educación, la sanidad, los servicios sociales y, sobre todo, el acceso a la vivienda.
Por cuestiones políticas y geográficas, Pedro Sánchez y Keir Starmer son, hoy en día, los máximos exponentes de la socialdemocracia europea. Si bien es cierto que ambos comparten una vocación europeísta, la realidad es que responden a patrones bien diferentes.
A diferencia de Starmer, el presidente español puede abanderar que sus reformas han situado a España en unas cifras de empleo sin precedentes y que su apuesta por el estado del bienestar –con la asignatura pendiente de la vivienda- ha sido notoria. La gestión del líder laborista, en cambio, es bastante menos lucida: ha impulsado recortes en servicios públicos y ayudas sociales que no han reflotado una economía que ha quedado muy tocada tras el Brexit. De lo que puede hacer gala Starmer es de que gobierna con mayoría absoluta en el Parlamento -aunque ha tenido que dar marcha atrás en algunas propuestas por la posición defendida por los diputados más progresistas de su grupo-, una suerte que no tiene Sánchez, que debe pactar cualquier ley con los múltiples partidos que facilitaron su investidura.
La principal diferencia entre ambos radica en la gestión de las personas que vienen de otros países: mientras el presidente español ha defendido que el progreso de nuestro país está vinculado, entre otras cuestiones, a la inmigración, el líder laborista ha articulado, en este ámbito, un discurso prácticamente idéntico al de la extrema derecha. ¿Con qué objetivo? Frenar el auge que pronostican las encuestas del líder extremista y xenófobo Nigel Farage.
Sánchez y Starmer responden a paradigmas muy diferentes de entender la izquierda. Su éxito no sólo está ligado al futuro de su país, sino también a la capacidad de sembrar la semilla de la socialdemocracia europea del futuro. Las urnas, cuando haya comicios, tendrán la última palabra.