Son las que se reunieron, según la Guardia Urbana, en Barcelona para manifestar su clamor por la independencia en la Diada. Hoy, 11 de septiembre, cuando me puse a escribir este artículo recordé como, años atrás, esta jornada era de texto obligado, con análisis que buscaban ser objetivas mientras la tele permanecía en marcha y con otro ojo consultaba los tuits de la comunidad virtual, maniquea hasta los topes, sin considerar para nada los matices del gris.
La muerte del procés que nunca fue tal, pues en ningún momento se intentó la construcción de algo sólido por las muchas prisas, se olió desde el 27 de octubre de 2017, prosiguió con las sentencias del mismo mes de 2019 y se cerró desde la hegemonía en relato con la llegada de la pandemia. Fue entonces cuando muchos catalanes iluminados entendieron cómo la vida era más importante que un ideal, definido por un viejo líder de una antigua formación, antes comunista, como la consecuencia de dar con muchos ciudadanos aburridos con mentalidad de esplai, dispuestos a sucumbir a las directrices de cuatro próceres harto peligrosos, más si cabe cuando se creían de izquierdas, algo absurdo al ser su ideología la de ser superiores a un determinado grupo de personas, por supuesto carentes de toda catalanidad.
Los 28 mil bajo la lluvia son respetables, como respetables somos los que durante esos ominosos años quedamos marginados, sin que nadie jamás nos haya compensado. Algunos, a base de insistencia y coherencia, levantamos la cabeza y podemos volver a encontrar trabajos en nuestra casa, pero en aquel instante debimos remitirnos a la bondad de Madrid, pues aquí se ejercieron vetos desde un fanatismo complaciente y provinciano, brutal por mirarse el ombligo, exhibir ceguera y no comprender todo el mal engendrado para el mañana.
La cifra de asistencia de 2025 es un poco superior a la de 2011, año previo a toda la pesadilla organizada. Quizá esto debiera hacer pensar a los gobernantes como carece de sentido continuar con el juego de reís las gracias a cuatro gatos, bien agresivos durante su decadencia.
De hecho, no deja de ser alucinante como se ha volteado la tortilla i los miles de hoy son los mismos que en 2019 tildaron de prostituta y escupieron a la alcaldesa Colau cuando fue elegido por segunda vez con los votos de Manuel Valls. Sus representantes van de la mano en el Congreso con el Partido Popular y Vox, pero les da igual, pues los pocos con pancartas y lemas caducos jamás han meditado mucho en torno a la politica, ausente durante toda la década procesista en el Parlament, donde, por suerte, ahora parece levantar la cabeza, al menos por la serie de propuestas del President Illa, si bien muchas siguen con el sufrimiento de depender de una aritmética diabólica en la que aún colean muchas resacas, con ERC presa de ese complejo de inferioridad con los antiguos convergentes, con miedo a matar a un padre con la cabeza ida desde hace mucho.
Illa es el tercer presidente de las socialistas en el actual ciclo histórico. El primero fue un genio que llegó tarde al cargo, un hombre con una visión más allá del país, como demostró durante toda su trayectoria. El segundo fue insultado por no hablar bien la lengua y cerró la cuestión del charnego, hasta que regresó el racismo catalán a las altas esferas de poder. Montilla fue elegido, si no me falla la memoria, en una campaña bajo el lema “fets, no paraules”. Como ciudadano, como intelectual, estoy harto de ver como se pierden posibilidades en Catalunya hablando del sexo de los ángeles, la Nación y otras metafísicas inútiles. Quiere hechos, no palabras.