Con la llegada de Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat, Cataluña se ha puesto nuevamente en marcha. El país respira dinamismo, empujado por la acción del Gobierno de desbloquear proyectos largamente paralizados (ampliación del aeropuerto Josep Tarradellas-El Prat, despliegue de las energías renovables, desaladoras, modernización de los regadíos, nuevos hospitales, mejora de la red ferroviaria…).
Uno de estos proyectos encallados que clamaba al cielo es la recuperación y valorización del magnífico patrimonio romano que atesora la ciudad de Tarragona, la antigua capital imperial Tarraco. Finalmente, se ha constituido el consorcio, presidido por Salvador Illa, que reúne a la Generalitat, al ministerio de Cultura, al Ayuntamiento de Tarragona, a la Diputación y al Arzobispado, que tiene que emprender las inversiones y los trabajos necesarios para que Tarraco vuelva a resplandecer y sea–a pesar de la destrucción y la mutilación que ha sufrido– el gran epicentro arqueológico e histórico de Cataluña.
¿Queréis más escarnio que, ya en periodo democrático, el Ayuntamiento y la Generalitat convergente de la época autorizaran la construcción de un centro comercial sobre los restos de la necrópolis romana? Increíble. Además, esta operación encubrió un sucio caso de corrupción política, que desde EL TRIANGLE denunciamos extensamente y en solitario.
Para el oprobio colectivo también queda la decisión del Ayuntamiento de Calella de Mar (Maresme) de aprobar, en 2019, la edificación de un centro comercial Aldi y de un bloque de pisos sobre la importante villa romana del Roser. ¿Cómo es posible que una sociedad tan arraigada y orgullosa del pasado y de las tradiciones, como es la catalana, permita estas aberraciones contra el patrimonio arqueológico?
La historia de la Cataluña y de la España de hoy empieza, de hecho, con la llegada de los hermanos Gneo y Publio Escipión a la actual Tarragona, en el año 218 a. C., que significó el inicio de la ocupación y de la romanización de la península Ibérica. La lengua, el derecho, las costumbres, las infraestructuras, las urbes… que nos legaron los romanos son los cimientos -para bien y para mal- de nuestra civilización y es de justicia mantener presente su memoria.
A lo largo de milenios, por la península Ibérica han transitado muchos pueblos y se instalaron importantes comunidades foráneas, de culturas y lenguas diversas. Pero ningún hecho histórico no ha dejado una impronta más profunda en nuestro carácter colectivo que la conquista y la colonización hecha por los romanos.
Como capital de la Hispania Citerior y de la provincia Tarraconense, la antigua Tarraco fue una pieza fundamental de la organización territorial del imperio romano. Incluso, durante la estancia, durante dos años, del emperador Augusto se convirtió en su capital de facto. Desde la base militar de Tarraco se catapultó la expansión del dominio romano por toda la península Ibérica.
La posterior decadencia, destrucción y reconstrucción de la ciudad provocaron la desaparición de la mayor parte del patrimonio arqueológico de Tarraco. Quedan pocos o ningún rastro del templo de Augusto, del circo, del teatro, del foro… De hecho, los vestigios mejor conservados que restan de pie son las murallas, el anfiteatro, una parte del enorme foro y la necrópolis.
Las administraciones con responsabilidad sobre la preservación y proyección de este valioso tesoro del legado histórico no han estado, hasta ahora, a la altura del reto que tenían encomendado, a pesar de la declaración de este conjunto monumental como patrimonio mundial de la UNESCO, desde el año 2000. El Museo Nacional Arqueológico de Tarragona (MNAT) está cerrado y en obras desde hace 17 años y la necrópolis tampoco se puede visitar.
«Tarragona es la capital cultural de Cataluña y de España. No lo estábamos haciendo suficientemente bien», admitió el presidente Salvador Illa en el acto de constitución del Consorcio de Gestión del Patrimonio Romano de Tarragona, el pasado día 4. Este nuevo organismo de coordinación, que contará con 90 empleados, dispone ya de un compromiso presupuestario de 39,7 millones de euros por parte de la Generalitat, del ministerio de Cultura y del Ayuntamiento de la ciudad. Además, la Diputación de Tarragona también se ha mostrado dispuesta a aportar recursos.
La necesidad de la creación de este consorcio ya se planteó en 1993. Ha habido que esperar 32 años para que sea una realidad. Este es uno de los grandes males de Cataluña: conocemos los problemas, conocemos las soluciones, pero, después, la lucha partidista y la burocracia lo retardan todo de manera exasperante. El presidente Salvador Illa ha entrado en la Generalitat con el objetivo de poner orden y apretar el acelerador.
El renacimiento de Tarraco es un proyecto estratégico ambicioso y alentador. Pero en el territorio se levantan otras iniciativas muy interesantes, preñadas de futuro. Por ejemplo, la reivindicación de Tortosa como capital del Sur, segregada de la dependencia provincial de Tarragona. Por su capacidad de influencia y atracción de las comarcas de las Tierras del Ebro, Tortosa merece constituirse, con todos los atributos institucionales, en una gran urbe de referencia.
Hay que poner fin a la aberración de los trasvases hídricos y energéticos. Las industrias y las ciudades tienen que crecer allá donde están el agua y la electricidad, no al revés. En este sentido, la cuenca catalana del río Ebro, con capital en Tortosa, a medio camino entre Barcelona y València, se prefigura como la gran zona de expansión de Cataluña. La gigafactoría proyectada en Móra la Nova puede ser la piedra angular para la confirmación del Sur como la nueva tierra de promisión.
Por su parte, los seis alcaldes de las capitales de comarca del Pirineo y del Arán (Puigcerdá, la Seu d’Urgell, Sort, Tremp, el Pont de Suert y Vielha) se han coordinado para defender en red los intereses comunes. Este nuevo espacio de cooperación política y estratégica tiene como objetivo combatir y corregir los endémicos azotes que sufre la alta montaña: despoblación, envejecimiento, malas comunicaciones, dependencia del turismo…
En la Cataluña del siglo XXI, el Pirineo también espera su hora. De ser un cul-de-sac, condenado a la marginación, puede convertirse en la columna vertebral que una a Cataluña con Occitania, en el marco de la Eurorregión Pirineos-Mediterráneo. Tiene los recursos naturales indispensables para recuperar la prosperidad perdida, pero no tiene la gente ni la visión ni la ambición que hacen falta para potenciar la actividad. El grito de los seis alcaldes puede ser el revulsivo que se esperaba para despertar estos valles dormidos.