Fue recurrente en las últimas semanas antes de finalizar el curso político hacer chistes, memes en las redes, declaraciones irónicas de políticos de izquierda, etc. sobre la propuesta (ocurrencia) hecha por la extrema derecha de Vox, de deportar a 8 millones de inmigrantes. Como si fueran una grave amenaza. La ocurrencia es tan surrealista, que incluso se ha dicho que provocaría que el propio Abascal tuviera que ponerse a trabajar de camarero de piso.
Puestos a hacer ocurrencias podríamos hacer un símil o una boutade similar, pero de más vuelo. ¿Y si propusiéramos «deportar» parte o todos de los cien millones de turistas que se espera que «visiten» España este año, ya que son una auténtica amenaza para una economía totalmente abocada al monocultivo turístico? Y si no, preguntémonos, ¿qué pasaría si llegara otra pandemia, más virulenta y contagiosa que la que sufrimos entre 2019-2021? ¿Qué pasaría si en el flanco sur de Europa olvidado por la OTAN, la UE e incluso España, con tanta rusofobia, se desata una guerra en el Norte de África/Sahel que afecte a la cuenca mediterránea? ¿O qué pasaría si el terreno desconocido de la crisis y emergencia climática nos trae de forma repentina el próximo año un salto de las temperaturas, con máximas de 50º (poco a poco nos vamos acercando a ello) y temperaturas del agua del mar a 32º? (como ya se dan hoy en el Mar Menor). El llamado «cisne negro» podría tomar forma de estas u otras variables, ya que estamos en un mundo muy convulso, donde puede pasar cualquier cosa, en cualquier momento.
El monocultivo turístico aparte de empobrecer al grueso de la población, como se demuestra de forma fehaciente en Baleares y Canarias, pero también ya en algunas comarcas catalanas, aunque una minoría se esté haciendo de oro, es pan para hoy y hambre para mañana, pero vamos tirando de cualquier manera y que sea lo que Dios quiera.
Pero la derivada de la masificación turística, está trayendo una variable que hasta hace poco no era un problema y es la gentrificación salvaje en un montón de ciudades -no sólo Barcelona-, con 140 municipios «tensionados». Esta gentrificación está resultando cada año que pasa más fuera de control afectando al mercado de la vivienda, pero también la calidad de vida de la población local, que vive, trabaja y quiere tener vivienda asequible, ocio y comercio local y de proximidad. No franquicias ni «paquis».
En algunos lugares la amenaza ya es real. Hay poblaciones y ciudades, donde por cada autóctono hay 10, 20 o 40 turistas. El caso más extremo es Sant Llorenç des Cardassar (Mallorca) donde ya han llegado a los 73 turistas por habitante. El caso de Barcelona empieza a ser vox populi, pero los casos de Mallorca, Ibiza y Formentera son ya tan insostenibles que pueden acabar mal. Poca broma. Y no porque los trabajadores tengan que vivir en rulots o camperos, dado que no se pueden permitir vivir y pagar los alquileres de las localidades donde trabajan, sino porque la paciencia de los locales, de los que viven todo el año ahí, está ya al límite. Muy al límite. Obviamente ningún local se plantea dejar el lugar donde ha nacido o vivido toda la vida; por lo tanto, la mecha está encendida.
Por otra parte, no se quiere reconocer que a más turismo de masas, más necesidad de mano de obra barata, poco cualificada, que por más que la queramos edulcorar, y quizás en algún lugar sea una excepción, lo más habitual es tirar de inmigración para atender esta avalancha de clientela (¡claro que necesitamos inmigración Abascal! «No nos toques las «narices», dice el empresariado más depredador y el que no, disimula). Que esta inmigración sea legal, alegal o ilegal, sería el menor de los problemas si nos ponemos a gratar. Sería un bumerán.
¿Qué porcentaje de inmigración está contratado correctamente, con derechos laborales, vaya, respetando los convenios y susceptible de pasar una inspección laboral y salir indemne en el grueso de municipios turísticos catalanes? Seguramente tendríamos muchas sorpresas y no aisladas.
Hace tiempo que se habla, !años!, de que nos interesa más la calidad que la cantidad, que queremos un turismo sostenible, que si la excelencia por aquí y por allá, que si las buenas prácticas, que si premios a los mejores establecimientos, etc. etc. Todo esto está muy bien en algunos lugares, pero no es la realidad, es un espejismo magnificado. También se afirma ya hace tiempo que no podemos crecer más, que interesa hacerlo mejor, con mejores servicios, con un turismo desestacionalizado, sostenible (siempre sostenible, claro, faltaría más), con trabajadores más cualificados y todo el año. Todo esto está muy bien, pero la inercia y la bola de nieve se sigue haciendo cada año más grande.
Algún analista dice, incluso, que ya empieza a estar fuera de control y eso acabará matando al mismo turismo. Es evidente. Es correcto. Pero ¿qué están haciendo las instituciones? ¡Más promoción turística cada año! ¡Para que vengan más turistas!. Es necesario un planteamiento más serio, de forma urgente, antes de que una chispa producida por la turismofobia, provoque algún susto, que puede acabar como una «pandemia»; o sea, una alarma social que corra como la pólvora entre turistas.
No diré el nombre de una compañía naviera que hace cruceros por el Mediterráneo, pero este año una red social vinculada a ésta y que orienta a los turistas a las paradas o escalas que va haciendo por el Mediterráneo, aconseja no bajar a Barcelona y a la isla griega de Santorini. Tampoco diré de otra, que dice lo mismo sobre Mallorca.
¿Sobran inmigrantes? ¿Sobran turistas?. Lo que sobra es un modelo económico-turístico neoliberal que sacraliza la libertad de mercado y, por tanto, la barra libre, que necesita de la inmigración, y sobra una Administración (todas en mayor o menor grado) que no ve o no quiere ver la bomba de relojería que tenemos encima, a punto de explotar.








