El calendario político avanza con paso inexorable y, casi sin darnos cuenta, la legislatura en el mundo local ya ha traspasado su ecuador. Es tiempo, pues, de balance y en algún caso incluso de inquietud. Mientras los gobiernos municipales buscan consolidar proyectos y definir legados, parte de la ciudadanía —con prisa, con expectativas o con frustración— mira con lupa lo que se ha hecho… y lo que no.

La mitad de legislatura es un espejo incómodo. Hay proyectos que aún colean, promesas que esperan materializarse y nuevas urgencias que irrumpen en la agenda. En este contexto, los gobiernos locales deben equilibrar dos presiones: la de seguir trabajando con visión estratégica y de futuro y la de mostrar avances palpables que revaliden la confianza depositada por la ciudadanía. Pero vivimos una época marcada por la impaciencia. La ciudadanía, más exigente que nunca, reclama resultados visibles y respuestas concretas, y sobre todo inmediatas. La prolongación excesiva de las obras, o el retraso en su inicio, la falta de eficiencia en la prestación de los servicios, la dilación en la implementación de soluciones y la no disponibilidad presupuestaria se perciben como indicadores claros de ineficiencia, aunque en algunos casos estas disfunciones responden a una legislación excesivamente garantista y a un modelo de financiación municipal estructuralmente insuficiente y desequilibrado.
Hay que entender que muchas de las rigideces administrativas actuales tienen su origen en una doble circunstancia: la necesidad de justificar estructuras administrativas en algunos casos sobredimensionadas, que no han sabido adaptarse a una sociedad cambiante; por otro, la voluntad de responder a las sombras de corrupción del pasado —y, por desgracia, también del presente. Esta combinación ha dado lugar a un marco normativo progresivamente más rígido, con informes duplicados y controles excesivos que, lejos de facilitar la gestión pública, dificultan su agilidad y reducen la eficacia de la acción gubernamental y acaban penalizando a los buenos gestores y perpetuando una cultura de desconfianza. En este contexto, la burocracia defensiva no puede convertirse en el sustituto de una verdadera cultura de la integridad institucional.
Lo mismo puede decirse de las relaciones interadministrativas. Aunque el nuevo Gobierno de la Generalitat ha expresado la voluntad de reducir la carga burocrática, la realidad sigue siendo bien distinta. En nuestra ciudad, un caso reciente lo ilustra con claridad: para formalizar la cesión de unas aulas en un edificio municipal rehabilitado, el departamento competente solicita un certificado registral de titularidad, un certificado de solidez emitido por una entidad externa y un informe de inundabilidad tramitado por la Agencia Catalana del Agua —organismo que depende de la propia Generalitat—, aunque el edificio ya acoge otros servicios municipales. El proceso, que debería haberse resuelto en pocos días, acumula meses de retraso. El coste es evidente: pérdida de tiempo, de esfuerzos y de recursos —especialmente limitados para los gobiernos locales— y, por encima de todo, de paciencia.
A este escenario se añade un obstáculo más sutil, pero igualmente persistente: la financiación local o, lo que es la otra cara de la moneda, la asunción creciente, por parte de los ayuntamientos, de servicios que no entran dentro de su marco: Inversiones en centros educativos de titularidad de la Generalitat, servicios en materia de derechos sociales, juventud, salud, residencia geriátrica y un largo etcétera, se convierten en responsabilidad práctica de los ayuntamientos, no por imperativo legal, sino por imperativo social. La realidad impone, a menudo, lo que la legislación no prevé.
Ante un escenario marcado por la rigidez burocrática, la financiación insuficiente y una carga competencial creciente, la política local debería convertir la información y transparencia en una herramienta efectiva, y no en un mero eslogan. Sin embargo, este compromiso no puede recaer exclusivamente en los gobiernos municipales: la ciudadanía, a pesar de un descontento legítimo, debería transformar la frustración en implicación consciente y crítica. Sólo desde la información —y no desde el impacto efímero de los eslóganes— se pueden tomar decisiones responsables, tanto a la hora de votar como de exigir a los representantes públicos. Hay que reconocer el esfuerzo cotidiano que supone gobernar desde la trinchera del día a día, a menudo con recursos escasos y con responsabilidades que superan el marco competencial asignado.
Ahora que nos encontramos en el ecuador del mandato, hay que afrontar los retos con coraje político, gestionar con honestidad las expectativas y, sobre todo, reconstruir la confianza con la ciudadanía.







