Las informaciones sobre corrupción, desgraciadamente, son casi cotidianas, tanto aquí como fuera de aquí. Los ciudadanos convivimos con palabras como prevaricación, soborno o aprovechamiento del poder público para el enriquecimiento personal. Es un fenómeno endémico que se practica de manera frecuente a nivel mundial y en diferentes grados. Estamos hablando, naturalmente, de la corrupción ilegal. Los poderes también pueden legalizarla, por ejemplo, cambiando un plan urbanístico.
Pero esta aparente normalización no hace la corrupción menos intolerable. Lo que resulta realmente preocupante es su uso como arma política, alimentando una indignación a menudo más selectiva que ética. Cuando un escándalo afecta a la izquierda, la derecha vierte un discurso de rectitud moral con el objetivo claro de desacreditar al adversario y, no menos importante, desmoralizarlo. Pero, cuando el caso salpica a su propio entorno, el tono se modera, se justifica o se minimiza.
Este doble rasero no es nuevo, pero hay que denunciarlo con firmeza, ya que erosiona la credibilidad del debate público y fomenta la desconfianza ciudadana. Detrás de este fenómeno hay una cuestión de valores y expectativas.
¿Se consiguen los objetivos? El descrédito, por descontado. La corrupción de un dirigente es una poderosa arma arrojadiza contra sus compañeros y las siglas que representa. La desmoralización, también. Cuando alguien con quien se compartía la defensa de la justicia social, la igualdad o la transparencia cae en prácticas corruptas, la decepción es doble: no sólo vulnera la ley, sino también los principios que debería sostener. Es una traición institucional y moral. En cambio, en ciertos sectores de la derecha, donde predomina un pragmatismo cínico, la corrupción se tolera como un mal menor, casi como un peaje inevitable del poder. Esta indulgencia es inquietante, pero no exime a nadie: la corrupción es inaceptable, venga de donde venga.
Sin embargo, limitarse a señalar la hipocresía del adversario nos atrapa en la trampa del “y tú más”, una dinámica estéril que sólo profundiza la apatía ciudadana. Por otro lado, no es necesario. Los hechos hablan por sí solos: la corrupción no entiende de colores políticos, afecta a izquierda y derecha, y ninguna ideología es inmune. Esta realidad, sin embargo, no debe llevar al cinismo ni a la resignación, sino a reafirmar que los ideales y los proyectos colectivos están por encima de los individuos que, a pesar de proclamarse defensores, los traicionan con sus acciones.
¿Qué pueden hacer las izquierdas? Para preservar su autoridad moral, deben ser especialmente rigurosas con los casos que afectan a sus propios cuadros. No para dar munición a los adversarios, sino por coherencia, responsabilidad y respeto hacia una militancia y una ciudadanía que esperan respuestas y creen en la ética. Lo esperan y se lo merecen. La fuerza de las izquierdas no radica en sus líderes, sino en su ideología y en las miles de personas que, lejos de los focos, trabajan con honestidad para transformar la sociedad.
Aunque la frase “hacer de la crisis una oportunidad” puede sonar a tópico, contiene una verdad: los retos nos obligan a enfrentarnos a nuestras fortalezas y debilidades. La clave para transformar una crisis en oportunidad es actuar con valentía y rapidez. Las primeras reacciones, las primeras respuestas, apuntan en la buena dirección: combatir la corrupción con exigencia, cortando de raíz cualquier mala praxis y exigiendo transparencia y ejemplaridad. Esta es la vía correcta.
Hay quien quiere hacernos creer —básicamente las extremas derechas e izquierdas— que la corrupción es sistémica, que todos son iguales, que indignarse es inútil, que nada cambia. Pero esta es, quizás, la forma más perversa de corrupción: la que nace del desánimo colectivo y nos hace bajar la guardia. Por eso hay que combatir la corrupción con la misma determinación con que se defienden las convicciones, no para salvar partidos o siglas, sino para preservar la confianza en la política como herramienta de transformación.
La indignación no puede ser un gesto oportunista ni un arma para desgastar al adversario. Debe ser un motor de cambio, un grito de coherencia y una exigencia permanente para construir un mundo mejor. Si nos gana la desesperanza o el pasotismo, habrán vencido las estrategias tan bien construidas por la derecha. Si prevalece la exigencia de los valores que la izquierda siempre ha defendido, conseguiremos torpedearlo y que la desesperación pase al otro lado.