Poder autoritario, poder sin límites

Bluesky

Observamos atónitos como, respecto a Trump, hay –simplificando- dos posiciones respecto a sus opiniones, cuando se “disiente”. La mayoría de los gobiernos opinan que es un lunático, pero se sientan, o intentan, sentarse a negociar, por temor a su intimidación. Otros, le dicen muchas veces que sí, pero siguen con su hoja de ruta. Putin y Netanyahu serían los ejemplos más recientes, pero hay otros, que le dicen que sí y hacen lo que les parece. Los otros tienen miedo a que materialice sus amenazas pese a saber o intuir que no las cumplirá tal como las advierte en principio, pero su lógica funciona disuadiendo al adversario. Su único fin, ganar. Aunque sea a costa de tergiversar lo que haga falta.

Susana Alonso

Trump escandaliza. Insulta, amenaza, negocia a gritos, banaliza la verdad. Pero, al contrario de lo que muchos creen, no carece de código. Su código es el del negocio y no es otro que imponer condiciones, debilitar al adversario, doblar la apuesta, pero sin romper la mesa. No quiere eso decir que no tenga tentaciones absolutamente autoritarias y antidemocráticas. Pero actúa como un jugador de póker, no un destructor de tableros. Sus reglas son toscas, sí, pero existen. Se basan en el beneficio económico en primera instancia para él y su entorno, la visibilidad, de sus decisiones, ser el centro de atención y la marca personal. Su objetivo es ganar, no necesariamente aniquilar al adversario, solo cuando es un auténtico impedimento a “sus” proyectos de negocios y un tipo de poder muy mediatizado por intereses personales.

Putin, Netanyahu, Kim Jong-un operan con otra lógica: la del poder por el poder. En sus códigos, no hay límites. La ética, la legalidad, el coste humano o institucional son accesorios. Lo importante es mantenerse, dominar, imponer su visión. Para ellos, el poder no es una herramienta sino un fin en sí mismo.

Trump se equivoca porque cree que los demás juegan a su juego. Cree que Putin lo engañó, que Xi lo manipuló, que Kim le mintió. Pero el error es suyo: los otros no juegan a negociar. Juegan a resistir, a controlar, a eternizarse. Y en ese juego, no hay reglas, solo cuenta el poder.

Este contraste obliga a revisar nuestras categorías. El trumpismo es peligroso, sin duda ya que banaliza la política, erosiona la verdad, polariza hasta el absurdo. Pero aún necesita un cierto ecosistema democrático para funcionar. Necesita elecciones, audiencias, prensa afín. No puede eliminar al adversario ni silenciar jueces, aunque podríamos suponer que ese sería su deseo final. Pero no por el poder en sí mismo, sino para que no le contradigan sus arbitrarias e interesadas decisiones. Aún depende del espectáculo de la democracia. Y cuando intenta vulnerar el orden democrático lo hace bajo una mirada egoísta, que solo busca eludir responsabilidades y aumentar sus beneficios y los de sus afines más próximos.

Putin, en cambio, no. Ni Netanyahu, cuando fuerza su país al límite con una guerra sin final ni proporción, aunque sea poniendo al país al borde del cisma interno, desprestigiando sus servicios secretos o el propio ejército. Ni Kim, blindado por la herencia dinástica. Son productos del iliberalismo crudo, del poder como supervivencia pura. La democracia para ellos es un obstáculo a sus aspiraciones. Y si la usan, es solo como trampantojo.

La filósofa Hannah Arendt, marcada por su experiencia como exiliada del nazismo y testigo del totalitarismo, advirtió que “donde termina el argumento, comienza la violencia”. La política sin límites, sin códigos, desemboca en la fuerza bruta. Y eso es lo que estamos viendo en muchos de los líderes illibrerales. Lamentablemente, detrás de muchos de ellos, hay un Stalin o Pol Pot agazapados.

Tony Judt, británic escribió que “la posguerra nos dio instituciones para civilizar el poder”, pero que esas instituciones hoy se erosionan desde dentro. El trumpismo representa esa erosión. El putinismo, su demolición total. Y Zygmunt Bauman, sociólogo de origen polaco alertó sobre el vacío ético de las sociedades líquidas: cuando todo se relativiza, hasta la barbarie encuentra coartadas. En esa liquidez moral, líderes como Trump florecen. Pero los iliberales se enquistan.

Trump es un síntoma. Grita, miente, tuitea, negocia. Pero aún “respeta” —aunque sea por cálculo y a su manera, o intenta vulnerar desde dentro— ciertos umbrales. Por eso es engañado por quienes no tienen umbrales que respetar. Porque su código es disfuncional, pero sigue siendo un código. En cambio, el poder sin frenos —Putin, Netanyahu, Kim— ya no se someten ni a la lógica del beneficio. Solo a la lógica de la perpetuación.

Quizás Trump no sea el más peligroso. Quizás lo sean quienes ya no necesitan siquiera disfrazar el poder. Porque en ellos ya no hay código, ni ley, ni coste. Solo voluntad de poder y perpetuación. En estos liderazgos, el fin sí justifica los medios.

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