Folclore indepe en el Palau

Bluesky

Cuando uno se pasea por la región del Languedoc-Roussillon, por las comarcas del Rosselló, Capcir, Conflent y etc. se suele tropezar con comercios, bares y restaurantes que lucen escudos catalanes, imágenes de caballeros con las cuatro barras, miniaturas de Jaume I, espadas de latón con las franjas rojas bien vistosas y galindainas melancólicas por el estilo. El pasado catalán de la región está en el folclore, mezclado con el folclore cátaro, las leyendas de juglares y princesas. La nostalgia por los tiempos medievales resulta incomprensible para el ciudadano moderno, pero se diría que funciona como reclamo comercial. Acerca de Perpiñán usted se puede comer una auténtica crêpe catalane de crema de espinacas con pasas y piñones .

Aquel territorio, que a veces alguien llama “Cataluña Norte”, poseído por el mismo delirio expansionista que hace hablar de “Países Catalanes” se acuerda vagamente de los siglos oscuros del feudalismo de la misma manera que por algunas comarcas de la Aquitania se acuerdan de los vascos y sus cosas, que suelen dar nombres a tabernas y marcas de cerveza. En el país de la ciudadanía, el nacionalismo se ha diluido en un folclore festivo.

El viaje hacia el folclore festivo también se empieza a vivir en Cataluña (¿la “Cataluña Sur”?), y eso es lo que hemos observado en un acto de Òmnium Cultural en el Palau de la Música donde asistió el señor Illa, engañado o ingenuo. Autoridades y ex autoridades nacionalistas se pusieron a gritar in-inde-independencia de repente, como en la clase de Infantil cantan cuando hay un cumpleaños, aplaudiendo y riendo. Todos aquellos señores con traje y corbata parecían de lo más satisfechos con su pequeña rebeldía divertida y, sobre todo, no imputable: parece que se han aprendido la lección y dejan los arrebatos indepes para cuando no hay delito. Hay unos indicios de civilización en la cuadrilla independentista, que celebra su manía en privado. Si el independentismo es una religión, me parece muy bien que se trate como el resto de las creencias: en el ámbito privado y en sus templos, en la intimidad.

En este caso, sin embargo, parece que la gracia del arrebato indepe consistía en la presencia del señor Illa, que aguantó la broma con estoicismo y sonrisa de circunstancias. Es probable que, al llegar a casa, el Presidente se tomase un Alka-Seltzer acompañado de una tila, pero es evidente que supo sobreponerse al arrebato pueril de los socios y socias del Òmnium, que ese día debieron irse a casa satisfechos de haber dado un gran paso hacia la independencia, el retorno de los fueros medievales y la memoria de Guifré el Pil·lós. Como mínimo. ¡Hoy hemos hecho una de muy sonada!

El señor Rull, que ostenta el cargo mejor pagado de la comunidad autónoma (con pensión vitalicia), estaba al lado de Illa, riendo con la chabacanería habitual en él y consciente de que aquello era un estallido folclórico, propio de los niños espabilados que se embravecen cuando están todos juntos, rodeando al niño de la clase que no les cae bien.

El señor Illa, que es creyente, debe estar convencido de que se puede llegar al cielo por la vía de la paciencia, aunque algún día se podría permitir el lujo de mandarlos a la porra y recordarles que no tienen la más mínima gracia y, sobre todo, recordarles que la ciudadanía catalana les va dando la espalda porque se ha fatigado de sus hazañas y de sus abusos antidemocráticos.

Al folclore indepe, sin embargo, le ha salido un sarpullido que se llama Sílvia de nombre y Orriols de apellido, y seguramente por eso de vez en cuando hacen una gamberradita en un lugar nostrat como el Palau de la Música, sede de la corrupción convergente. La señora Sílvia Orriols, que es una especie de Jordi Pujol desatado, no debe ser socia de Òmnium y no estaba practicando folclore nostálgico en el Palau. Su independentismo no es folclórico, aunque muestra rastros evidentes de nostalgia medieval, pero en su caso va en serio y sin manías. Así, aunque el inefable Vilaweb interpretó la pantomima del Palau como un acto memorable de desobediencia civil, Silvia debió frotarse las manos ante la fiestecita de los posconvergentes.

La pregunta sería: ¿qué deben pensar los indepes que estaban dispuestos a todo, en 2017, cuando ven a sus líderes haciendo bromas como si fueran al aula de psicomotricidad de la guardería? Y otra pregunta: ¿cómo lo debió ver doña Orriols, desde la sombra siniestra del monasterio de Santa María de Ripoll?

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