“Si aceptas el marco del adversario, pierdes” — George Lakoff
La política contemporánea se juega, cada vez más, en el terreno simbólico. En un mundo saturado de fakes, simplificaciones y polarizaciones, el lenguaje se desnaturaliza, se pervierte y cualquier dato de la realidad, real, inventado o parcialmente cierto, sirve para descalificar al adversario. Lo que se busca no es tanto argumentar como imponer una idea que simplifique, reduzca y sustituya el pensamiento político por una frase, un semantema, una imagen. Una construcción que, sin necesidad de ser cierta, funcione como marco mental efectivo.

Las ideas no compiten por su verdad, sino por su capacidad de definir el marco desde el cual se interpretarán los hechos. En España, desde hace un tiempo, estamos asistiendo a una operación discursiva de gran calado, en el que se pretende la instalación deliberada del marco mental «mafia o democracia».
Este marco mental no pretende describir la realidad, sino condicionarla. Su fuerza no reside en su veracidad, sino en su eficacia. Si un gobierno puede ser calificado sistemáticamente como “mafia”, entonces toda medida que tome será percibida como ilegítima, incluso si es legal. Toda negociación, como una cesión. Toda reforma, como un chantaje.
La estrategia recuerda a las técnicas descritas —y usadas— por Joseph Goebbels que recomienda saturar el espacio mediático, repetir eslóganes simples, apelar al miedo y la emoción antes que a la razón. La política convertida en máquina publicitaria, sin matices, sin dudas, sin complejidad. Todo es blanco o negro. Conmigo o con la mafia.
Como advirtió Maquiavelo en El Príncipe, “quien controla el lenguaje, controla la realidad política”. No se trata de manipulación banal, sino de construcción del sentido común. En ese marco, la verdad fáctica queda subordinada a la lógica del relato dominante.
Pero ¿qué es una mafia? Una organización jerárquica y opaca que opera al margen de la ley, que impone lealtades bajo coacción, controla territorios e instituciones mediante la corrupción o la amenaza, y tiene como único fin el beneficio de sus miembros, no el interés común. ¿Encaja esto con un gobierno sometido a elecciones libres, fiscalización judicial y prensa plural? Obviamente no. Pero el objetivo no es que encaje, es que se perciba como tal.
El PSOE ha cometido errores —opacidad, torpeza narrativa, arrogancia institucional en ciertos momentos, elusión de responsabilidades, inclusive polarización como técnica defensiva—, pero eso no lo convierte en una organización mafiosa. Como ironía, más de un partido en cualquier lugar del mundo desearía la eficacia, la lealtad y la disciplina interna que muestran las verdaderas mafias.
Detrás de este marco no hay solo estrategia electoral, sino que responde a una concepción autoritaria del poder. Lo advirtió Immanuel Kant cuando dijo que “la mentira, aún dicha con fines políticos, corrompe la dignidad de la razón pública”. Si convertimos todo conflicto político en una lucha entre el bien y el mal absoluto, destruimos el terreno de la deliberación democrática.
El riesgo es claro ya que, si este marco se impone, el adversario ya no es rival, sino enemigo. Y si todo está permitido contra el enemigo, entonces la democracia es reemplazada por una lógica de guerra simbólica.
Winston Churchill, con su ingenio habitual, escribió: “Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Hoy podríamos decir que los enemigos de la democracia son los que proclaman defenderla gritando «mafia» desde las tribunas.
Por eso, es urgente disputar el marco. Lakoff lo advierte de manera clara, recomendando que no se combatan marcos con datos, sino con otros marcos. Pluralismo frente a imposición, instituciones frente a espectáculo, Estado social frente a Estado fallido. La democracia no es perfecta, pero merece algo mejor que ser tratada en la trituradora emocional del marketing político.








