Según el diccionario de la lengua catalana, la indiferencia es “la ausencia de interés respecto a algo.” Se puede afirmar, en este sentido, que la mayor parte de los gobiernos europeos no han sido indiferentes ante la invasión rusa a Ucrania.
Su actitud y las declaraciones de sus principales responsables han ido siempre en la misma línea: condenar la agresión y ofrecer ayuda militar y humanitaria al país presidido por VolodímirZelenski. Las continuas visitas de jefes de gobierno a Kiev o a otros municipios ucranianos que han sufrido el horror de la guerra evidencian que este compromiso se alargará hasta que un acuerdo justo de paz sea una realidad.
Además, buena parte de las capitales y de las grandes ciudades del continente han acogido a refugiados procedentes del país invadido porque han entendido que era una cuestión de solidaridad, fraternidad y humanidad ante un ataque sin precedentes a las puertas de la Unión Europea. La respuesta política comunitaria, teniendo en cuenta la situación de conflicto bélico, las aspiraciones imperialistas e imprevisibles del presidente ruso y las contradicciones propias de sociedades cada vez más complejas, ha sido bastante notable. La prueba más evidente de este hecho es que, sin la ayuda occidental, hoy Putin controlaría buena parte del territorio ucraniano.
Por el contrario, y teniendo presente la definición que ofrece el diccionario de la palabra “indiferencia”, se puede asegurar que un grueso importante de la clase política del continente ha mostrado poco interés por la situación de sufrimiento o desesperación por la que están pasando centenares de miles de palestinos en Gaza. Unos palestinos que ven con sus propios ojos cómo las bombas israelíes están matando a sus familiares y cómo la falta de comida o de medicamentos está condenando a muchos niños a la malnutrición o a la muerte.
Es cierto que el injustificado y mortífero ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 contra población israelí ha sido el desencadenante de la actual situación, pero nada explica o avala una respuesta política como la que tiene el ejecutivo ultraconservador y extremista de Netanyahu, y menos hacia población civil. El odio sólo engendra más odio.
En todo caso, es una realidad que desde hace demasiados meses nos hemos acostumbrado a ver en directo a través de los informativos televisivos el genocidio que está llevando a cabo el primer ministro israelí. Las imágenes que aparecen en nuestros plasmas, no obstante, han tenido un efecto prácticamente imperceptible en el mostrador político internacional y en la actitud de buena parte de los máximos responsables de las administraciones comunitarias.
Es decir, muchos lamentan la situación que sufren los palestinos, pero no ponen sobre la mesa medidas plausibles que paren los pies a Netanyahu. El mismo sentido de la humanidad, solidaridad y apoyo que han mostrado figuras como Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, hacia Ucrania ha brillado por su ausencia en Gaza.
Lo resumía bien JosepBorrell la semana pasada tras recibir un prestigioso galardón: “Europa tiene capacidad y medios no sólo para protestar, sino para influir en la conducta. Y no lo hace. Suministramos la mitad de las bombas que caen sobre Gaza. Y si de verdad creemos que hay demasiados muertos, la respuesta natural sería suministrar menos armas y utilizar la palanca del acuerdo de asociación para exigir que se respete el derecho internacional humanitario y no sólo lamentar que no se haga.”
Putin, pese al apoyo de varias autocracias, ha fracasado en su mal llamada “operación militar especial” en Ucrania. Netanyahu, en cambio, se siente impune (también gracias al apoyo de Trump) para hacer lo que quiera con la población que (sobre)vive en la Franja.
¿La diferencia entre los dos casos? El papel de las instituciones y de los gobiernos europeos. El flirteo con la indiferencia tiene consecuencias para las personas y, muy especialmente, para aquellas que no tienen ni voz ni voto. Más vale que los líderes europeístas tomen nota antes de que sea -si es que ya no lo es- demasiado tarde.
