Cuando era pequeño, solía seguir cada año el sorteo de la Liga de Campeones. Aunque la mayoría de equipos siempre eran los mismos, siempre había otros nuevos. Entonces buscaba en Internet fotografías de las ciudades de los clubes que se enfrentaban con el Barça. Recuerdo que uno de los rivales del conjunto azulgrana en la fase de grupos del año 2008 fue el Xakhtar de Donetsk, un equipo que hasta entonces no había oído nunca.

He pensado en este hecho leyendo Mi dolor, un libro escrito por la periodista rusa Katerina Gordéieva que contiene el testimonio sobre cómo vivieron o, mejor dicho, sobre cómo se les hundió la vida a más de una treintena de ciudadanos ucranianos después de que Vladímir Putin decidiera invadir su país en 2022.
La mayor parte de estas personas, originarias de municipios como Mariúpol, Kiev, Khárkiv o Irpín, han perdido familiares directos; sufren lesiones graves; han experimentado el infierno con sus propios ojos después de estar semanas y semanas en sótanos de edificios sin agua ni comida; o han visto como su hogar, símbolo máximo de su proyecto vital, ha sido destruido por las llamas. Está pronto dicho. Algunos se han refugiado en ciudades europeas o rusas y otros han preferido quedarse en Ucrania porque quieren defenderse ante los injustificados bombardeos o orque no quieren marcharse del país donde han vivido siempre.
Señalaba la anécdota futbolística porque una parte de los testimonios recogidos en el libro son originarios de Donetsk, una provincia ucraniana a quien Putin reconoció -sin legitimidad alguna- su independencia como República Popular en 2022. El mandatario, gracias a su propaganda, ha convencido a buena parte de la población prorusa de esta zona de que, con Ucrania, su modelo de prosperidad estaba en peligro. Así lo expresa Galina Lvovna, vecina de Donetsk que actualmente vive en Rusia: «Nosotros esperábamos que viniera Rusia, lo soportábamos, enterrábamos a nuestros hijos con la esperanza de que llegaría el mundo ruso…».
Me preguntaba, en este sentido si Lvovna, su familia u otros entrevistados de esta área geográfica estaban ese día en el campo viendo el Xakhtar-Barça. Un partido de fútbol que representaba antes del inicio de la guerra (para algunos empieza en 2014, para otros en 2022) la normalidad de un país cuya ciudadanía iba al teatro, viajaba de vacaciones a Mariúpol por sus bonitas playas o, simplemente, vivía con la tranquilidad de saber que la paz sobre la que se fundamentaba su paradigma vital duraría para siempre. En otras palabras, su vida era feliz. Una felicidad que ahora se ha transformado en dolor u odio: «Nuestros hijos odiarán a sus hijos. Y así hasta siete generaciones. Y no podemos hacer nada. Todo lo malo que han hecho no se puede perdonar», remarca Ielena, una bailarina originaria de Dnipró que actualmente vive en Italia.
Sus voces, muchas de ellas impactantes, son la demostración de que toda guerra tiene una dimensión humana, y que detrás de cualquier acción militar siempre hay una población civil que se ve afectada. Es prematuro indicar qué desenlace le espera a este conflicto bélico, pero lo que está claro, a día de hoy, es que el presidente ruso y sus ambiciones imperialistas han cercenado centenares de miles de familias ucranianas, pero también algunas rusas.
Es interesante porque Gordéieva no sólo ofrece un fuerte pluralismo social, político y geográfico de los testigos entrevistados, sino que también da voz a las familias de los soldados rusos. Muchos fueron enviados a la guerra sin ni siquiera saberlo y buena parte de su entorno familiar sufre porque no recibe información por su parte ni de las autoridades. Ira, una de las madres, expresa el sentimiento de algunas de ellas: «Por cada palabra, por cada pregunta de una madre, te amenazan con la cárcel o con el desprecio público. Pero tendrán que declarar traidora a cada una de nosotras.»
El papel de la autora tampoco es fácil. Muchos de los protagonistas la ven con recelo, cuando no con antipatía, por el hecho de haber nacido en Rusia a pesar de que Gordéieva siempre se ha opuesto a la invasión. El libro es, a pesar del dolor que rezuma, un llamamiento a la esperanza por un futuro de paz y convivencia. Un futuro que únicamente llegará si Putin pierde la guerra, ya que será el mejor antídoto para evitar que otras personas tengan que sufrir el dolor que han sufrido los testimonios del libro y tantas y tantas otras familias.