La serie británica Adolescencia ha conquistado silenciosamente la cima de Netflix, transformándose en tema ineludible de conversaciones familiares, corrillos escolares y cafés de oficina. Este fenómeno audiovisual, que explora la problemática real de la violencia juvenil en Reino Unido, ha resonado con fuerza en audiencias globales por motivos que trascienden el mero entretenimiento.

A través de su narrativa intensa, seguimos el desmoronamiento de la familia Miller mientras cuestionan los fundamentos de su propia labor parental. Con maestría cinematográfica, la serie disecciona la masculinidad nociva enquistada en estructuras sociales capaces de engendrar comportamientos destructivos, y expone cómo el ecosistema digital ha transformado el acoso escolar tradicional en una pesadilla omnipresente que persigue a sus víctimas sin tregua.
Lo que distingue a Adolescencia de producciones similares es su valentía para plantear cuestiones complejas evitando respuestas prefabricadas. No enfrentamos un relato sensacionalista con adolescentes demonizados como recurso facilón, sino un lienzo multidimensional que refleja inquietudes centrales de nuestro tiempo: ¿Hemos fracasado en educar a nuestros jóvenes para navegar sanamente el mundo digital? ¿Persiste la toxicidad masculina más de lo que admitimos? Y quizás lo más perturbador, ¿qué fuerzas han transformado los espacios escolares en terrenos más cercanos a la crueldad calculada de Gossip Girl que a la inocencia de La casa de la pradera?
El episodio inaugural nos confronta mediante un plano secuencia despiadado que establece el tono: descarnado, áspero, angustioso. Un homicidio adolescente, aparentemente perpetrado por un compañero de clase de apenas trece años. A partir de este detonante, se despliega una investigación que funciona como vehículo para adentrarnos en los laberintos psicológicos de la adolescencia contemporánea.
La serie impacta frontalmente porque materializa preocupaciones sobre las que muchos especialistas y educadores llevan tiempo alertando: la inquietante expansión de actitudes misóginas entre los adolescentes varones, la normalización de discursos que niegan o relativizan la violencia machista —que repiten e interiorizan con alarmante naturalidad— y el aprendizaje distorsionado de la sexualidad derivado del acceso indiscriminado tanto a redes sociales como a contenido pornográfico sin filtro ni contexto.
Particularmente brillante resulta el retrato de una generación que se comunica en códigos prácticamente indescifrables para el mundo adulto. Profesores, psicólogos, agentes policiales… todos parecen utilizar herramientas obsoletas para establecer contacto con jóvenes que habitan un universo paralelo, moldeado por algoritmos y pantallas táctiles que raramente comprendemos en profundidad.
Adolescencia examina meticulosamente fenómenos como el hostigamiento escolar, el ciberacoso, la fragilidad masculina prematura y las subculturas digitales misóginas. Sin embargo, lo verdaderamente revelador es que, mientras la audiencia se obsesiona con Jamie —el joven homicida— y su conducta perturbadora, la serie está realmente documentando los entornos adultos donde germina esta tragedia.
Es precisamente ahí donde deberíamos dirigir nuestra mirada turbada. Esta producción no busca alimentar nuestro pánico moral sobre «la juventud actual», supuestamente cada vez más alienada e incomprensible. Su propósito es más profundo: cuestionar los escenarios de negligencia y desconexión en que permitimos que nuestros adolescentes naveguen sin brújula, transformando su existencia en una problemática continua que preferimos mantener confinada tras las puertas cerradas de sus habitaciones.
La serie nos sacude para plantearnos interrogantes fundamentales: ¿Conocemos realmente el mundo interior de nuestros hijos? ¿Comprendemos las dinámicas sociales que experimentan nuestros estudiantes? ¿Hasta qué punto nos comunicamos auténticamente cuando nuestras interacciones están mediadas por tecnologías que proyectan realidades frecuentemente incomprensibles?
Adolescencia coloca un espejo implacable frente a nuestra sociedad contemporánea y lo que refleja resulta profundamente perturbador. No se trata simplemente de una ficción sobre jóvenes problemáticos; constituye una autopsia social del mundo adulto que hemos construido para ellos. Quizás lo más inquietante no es lo que ocurre en la habitación contigua, sino nuestra persistente incapacidad para escuchar los gritos silenciosos que emanan tras esas puertas cerradas.