Si la trayectoria del primer equipo del Barça no sufre un descalabro, hoy por hoy impensable, y al más que posible título de Liga se añade el de la Copa del Rey y un papel destacado en las semifinales de la Champions -circunstancia también previsible por la actitud, el talento y la determinación contrastadas, incluso con un posible triplete en el horizonte-, se van a dar las circunstancias más que propicias para que Joan Laporta adelante un año las elecciones.
En este escenario es muy probable que la oposición, sea Víctor Font o quien quiera que tenga planes para luchar por la presidencia azulgrana, se rinda de antemano y no presente batalla, pues la experiencia, como le sucedió al propio Laporta en 2015, demuestra que cualquier incorrección, disgusto o malestar con la directiva poco cuenta, o nada, si al final caen títulos y el barcelonismo se conforma.
A menos, claro está, que la disidencia sea de naturaleza laportista o asimilada, tipo Víctor Font, y disponga, como en los largos años de acoso a Josep Maria Bartomeu tras su victoria electoral de 2015, de un apoyo mediático, político y económico de una intensidad y volumen extraordinarios. Entonces las mismas circunstancias se viven de otra forma radicalmente distinta, aunque sean tan parecidas como en la temporada 2018-19, cuando el equipo entrenado por Ernesto Valverde se plantó en las semifinales de la Champions con un 3-0 en la ida frente al Liverpool y ya había atado anticipadamente el título de Liga, además de haberse proclamado finalista de la Copa del Rey.
Aún ante esa posibilidad de coronar otro triplete, Víctor Font lideraba, junto al resto de los grupos de opinión barcelonista y la poderosa sombra del laportismo acechando, una permanente estrategia de desgaste, crítica, amenazas, maniobras y ruido de fondo y acusaciones a la directiva y al equipo de todo tipo de deficiencias e irregularidades, fueran o no ciertas. A falta de otras armas, Font y el aparato de choque integrado sobre todo por TV3, Mediapro y las fuerzas soberanistas con Carles Puigdemont a la cabeza, que rabiaban abierta e incontenidamente contra Bartomeu desde los hechos del 1 de octubre y le habían jurado venganza, recrearon en torno al equipo un malestar permanente por el juego, insatisfactorio con respecto al estilo, la identidad y las referencias del guardiolismo, y una atmósfera de igual crispación, fastidio y negatividad en la órbita social contra la junta de Bartomeu. Por eso esa temporada en la que se ganó la Liga holgadamente, el equipo brilló hasta la vuelta de las semifinales y alcanzó la final de la Copa del Rey fue calificada de desastrosa por los mismos que el año pasado, en la última temporada de Xavi, calificaron de notable un año en blanco con doblete del Real Madrid en Liga y Champions.
Hoy, en cambio, el clima barcelonista en los medios apunta con una base objetiva a favor de este argumento que la temporada ya es un éxito sea cual sea el desenlace, sobre todo si se compara con la anterior y con el balance laportista tras su regreso a la presidencia hasta la llegada de Hansi Flick: una Liga y una Supercopa en tres años frente a un festival arrollador del madridismo con dos Ligas, dos Supercopa de España, una Copa del Rey, dos Champions, dos Supercopa de Europa y una Intercontinental.
La principal clave de la estabilidad con la que Laporta ha podido sobrevivir, incluso con ovación y vuelta al ruedo en determinados momentos, a este escenario tétrico y frustrante en lo deportivo, pero sobre todo ruinoso en el ámbito económico, no es otro que el control del relato en los medios y la cobertura incansable del entorno periodístico de su figura presidencial como un activo barcelonista intocable y excepcional. Una valoración muy por encima de esas situaciones mundanas y secundarias, según la ideología laportista dominante, de unas cuentas y un patrimonio ya irrecuperables sin una conversión del modelo de propiedad que también supondrá, a la fuerza, la desaparición de la identidad social del barcelonismo tal y como se ha conocido hasta el 125º aniversario de la fundación del club.
De hecho, la transformación de la multipropiedad y el asociacionismo democrático tan arraigados y seculares del barcelonismo ya están dejando paso a un clientelismo que Laporta prevé impulsar y consolidar con las nuevas tarifas imposibles del Spotify para los socios abonados del antiguo Camp Nou, en un contexto de inviabilidad financiera a la hora de empezar a devolver el préstamo de 1.500 millones a Goldman Sachs, en la práctica nuevo propietario del FC Barcelona a partir del ejercicio 2026-27.
Para entonces, Laporta ya necesita haber apuntalado la presidencia hasta 2031 sin que la coincidencia de esa molesta circunstancia, como es la asunción de una deuda aplastante por la vía de la pérdida del control de la gestión económica por culpa de unos estadios financieros terminales, coincida con unas elecciones y quién sabe si con un balance del primer equipo menos entusiasta, efervescente y esperanzador que el actual.
Y nadie de la oposición quiere estar preparado para presentarse a la cita electoral si Laporta la provoca en breve, para junio, para poder tomar posesión en julio. La excusa perfecta para seguir escondida y sin el valor de desafiar electoralmente a Laporta por miedo a una derrota aplastante por el valor superior del estado de euforia en torno a Lamine Yamal y al equipo, aparentemente muy por encima del menoscabo social que las atrocidades del laportismo pueda haber causado en un clima de acusado pasotismo, resignación y anestesia social. Ante la duda, si no se presenta nadie contra Laporta, parece que todos ganan.