El dilema del pacifismo en tiempos de rearme

Bluesky

Hubo un tiempo en que el pacifismo era una bandera clara. Para amplios sectores de la izquierda europea, sobre todo después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, la paz no era una consigna, sino una convicción profunda, heredera de aquellos debates encendidos de la Segunda Internacional en los que se discutía si el proletariado debía impedir o secundar las guerras por su naturaleza intrínsecamente imperialista. Pero estamos lejos de 1914. Hoy, la guerra ha vuelto al continente europeo, y con ella una idea que parecía superada. El rearme, o como gustaría más a Meloni y Sánchez, la defensa europea, entra con fuerza en la agenda.

En Bruselas, Ursula von der Leyen habla abiertamente de reforzar la industria armamentista europea, de garantizar el suministro de munición, de aumentar los presupuestos de defensa y de convertir el rearme en una de las palancas estratégicas de la nueva Europa. El giro es significativo, aunque no exento de matices. Ya no se trata -como en la Guerra Fría- de competir en una carrera armamentista sin freno, sino de construir una capacidad de defensa autónoma, eficaz y disuasiva. La amenaza es clara: Putin ha roto todos los equilibrios, ha invadido un país soberano y ha devuelto Europa a la lógica del miedo.

¿Significa esto que el pacifismo está muerto? No necesariamente. Pero sí está obligado a repensarse. Porque oponer el pacifismo a la defensa resulta hoy un ejercicio ingenuo, casi irresponsable. Europa no puede permitirse mirar hacia otro lado mientras Ucrania resiste la agresión de una potencia, que para más inri tiene una enorme capacidad nuclear, ni puede delegar eternamente su seguridad en Estados Unidos. La pregunta ya no es si Europa debe defenderse, sino cómo hacerlo sin perder el alma de la paz y la cooperación que han permitido, entre otras cosas, construir la Europa actual. No nos olvidemos de cómo nace el entendimiento franco-alemán que dio paso a lo que hoy conocemos como Unión Europea.

Hay una diferencia profunda entre rearmarse por reflejo nacionalista o geopolítico e invertir en defensa colectiva con una visión estratégica y democrática. La primera opción alimenta tensiones, economías de guerra y riesgos crecientes de escalada. La segunda implica dotarse de capacidades reales, pero también de una política exterior inteligente, de alianzas geopolíticas equilibradas -con América Latina, África y especialmente con Asia, en concreto China, Japón e India- y de una agenda internacional que no renuncie a la diplomacia.

Porque la guerra, aunque es motor de innovación tecnológica y de consolidación política, siempre es un fracaso ético y humanitario. Lo hemos visto en las guerras civiles larvadas del Sahel, en las insurgencias armadas de Birmania, en el caos de Sudán, Yemen o el Congo, donde el tráfico de armas, el narcotráfico, los recursos naturales y el desplazamiento forzado de millones de personas conforman un cóctel explosivo. Hoy, se calcula que hay más de 120 millones de desplazados forzosos en el mundo (ACNUR), y que el comercio ilegal de armas mueve más de mil millones de dólares anuales sólo en África (Small Arms Survey).

Europa debe tener esto presente. Defenderse no puede implicar reproducir las lógicas extractivas o militaristas en otras regiones. No se puede hablar de paz mientras se externalizan guerras o se utilizan recursos críticos procedentes de zonas en conflicto. Tampoco se puede ignorar el nuevo escenario nuclear. El riesgo de proliferación -con potencias como Irán en tensión constante y Corea del Norte reactivando pruebas- marca un umbral inquietante, y podemos concluir que ya no estamos solo ante guerras convencionales, sino ante la amenaza y el grave riesgo de un conflicto que puede derivar en nuclear, ya sea accidental o deliberado.

En este contexto, el pacifismo debe abandonar la ingenuidad, pero no el compromiso. Debe convertirse en una ética activa de la contención, del diálogo, de la diplomacia y del control multilateral de armamentos. Y Europa, si quiere liderar una política global con legitimidad, no puede limitarse a fabricar armas. Debe invertir al mismo tiempo en una política exterior humanista, en cooperación con países no alineados, en prevención de conflictos y en gestión inteligente de sus alianzas. Porque defenderse no es sólo preparar la guerra, sino hacer todo lo posible para evitarla.

El dilema del pacifismo, en definitiva, ya no es un lujo ideológico, sino un desafío estratégico. ¿Cómo defender la paz sin alimentar la lógica de la guerra? Esta es la gran pregunta que la Europa de hoy no puede seguir esquivando y que requerirá mirar el futuro con una visión que recuerda (redefinida) la frase, «si quieres la paz, prepárate para la defensa».

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