Gonzalo Fernández de la Mora (1924-2002) fue un jurista, diplomático y filósofo que ocupó varios puestos de responsabilidad política durante el franquismo llegando a ser Ministro de Obras Públicas entre 1970 y 1974. Se podría decir que fue el intelectual y pensador franquista que subministraba al régimen dictatorial las bases más elaboradas para justificar su existencia y continuidad más allá de la muerte del dictador.

Su obra escrita más conocida es el «crepúsculo de las ideologías». A grandes rasgos, su tesis es que las ideologías políticas estaban desapareciendo por la aproximación entre el pensamiento socialdemócrata y el liberalismo conservador, así como por su evolución a instrumentos de retórica utópica para justificar la conservación del poder. Las ideologías, decía, debían dejar paso a un gobierno de los más expertos, de tecnócratas que basaran sus acciones y políticas no en las emociones y sentimientos más ideales, sino en la racionalidad. El Estado se convertía en un puro instrumento, en un Estado tecnocrático para conseguir el desarrollo económico y tecnológico.
La paradoja es que este sistema de pensamiento también resulta ser pura ideología con las adherencias propias, positivas y negativas, como el resto. Así, anunciaba un ocaso de las ideologías a excepción de aquella que él defendía, la más racional y objetiva, reforzando el Estado para llevarla a cabo. La realidad es que aquella dualidad uniformadora, socialdemocracia-liberalismo conservador, ha evolucionado y que el espectro político, ideológico, ha crecido y atomizado.
En este nuevo espectro ideológico aparecen aquellas propuestas políticas que defienden el adelgazamiento del Estado e incluso, al menos aparentemente, su desaparición. Los ejemplos más evidentes son las propuestas defendidas por el actual presidente de Argentina Javier Milei y desde hace unos dos meses, por todo aquello que representa el presidente de los Estados Unidos, Donal Trump. Los dos propugnan reducir al máximo posible las funciones y presencia del Estado como garante del bienestar común y del cumplimiento de los acuerdos y pactos alcanzados sobre todo en lo que se refiere a las políticas sociales. Como antecedente es necesario tener en cuenta las políticas defendidas por la que fue primera ministra del Reino Unido Margaret Thatcher (1979-1990).
Pero no significa tanto una desaparición del Estado, en sus diferentes representaciones, como una adaptación de éste a los intereses de las plutocracias que ahora se presentan con el rostro bien destapado. Efectivamente, significa la desaparición del Estado en todos aquellos ámbitos en que éste actúe como instrumento de tutela de los derechos sociales e individuales conquistados, la protección y desarrollo de las personas más vulnerables y la eliminación del gasto público que no aporte un beneficio económico tangible en beneficio de los nuevos alocados o megamillonarios gobernantes.
La Vanguardia entrevistaba al periodista y activista medioambiental británico George Monbiot. Refiriéndose al neoliberalismo afirmaba: «(el neoliberalismo) quiere reducir el Estado en lo que ayuda a los pobres, pero nunca en lo que ayuda a los ricos como el gasto militar».
Pero existe otro fenómeno que quizás resulte más preocupante y que aparentemente tiene un origen espontáneo o inocente. Me refiero al representado por el eslogan que se escuchó con motivo de las dramáticas inundaciones de Valencia. Aquel que decía, «sólo el pueblo salva al pueblo». O a lo que leí en una pancarta en la manifestación de Barcelona con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer: «el Estado no me cuida. Me cuidan mis amigas». Aquí el Estado ya ha desaparecido. ¿Pero quién sino nosotros mismos formamos el Estado y sus órganos? Los bomberos, la policía, los sanitarios, el ejército, aquéllos que limpian la calle, los profesores…. Son Estado que se expresa en personas concretas que prestan el servicio público que tienen encomendado. Atención, porque estas afirmaciones, seguramente bienintencionadas, pueden ser el embrión de movimientos que faciliten el acceso al poder de aquellos que, de forma consciente, persiguen el adelgazamiento del Estado o su cambio al servicio de sus intereses egoístas.
Pero así como no se produjo el crepúsculo de las ideologías, tampoco tendrá lugar la desaparición del Estado en tanto que organización que ya sea en un sentido u otro, con unos objetivos u otros, da forma a los países y hace posible sus pretensiones.
Quizá sea una analogía forzada, pero las ideologías y los Estados, como la energía, no se crean, ni desaparecen. Solo se transforman.








