La puesta de largo del documental Laporta-Gate. El caso Reus 2 ha respondido exactamente a las expectativas generadas por la seriedad, el rigor y la precisión de un periodista como Andreu Rauet. Desde el primer día, vio venir que el aterrizaje en el Reus de la banda de los cuatro (Joan Laporta, Joan Oliver, Rafa Yuste y Xavier Sala-i-Martin) era más una amenaza que una vía de solución o de crecimiento para el club, que fue pasto de las atrocidades y desmanes de una propiedad que, además de liquidar la historia de la entidad en apenas unos pocos años, ha dejado un rastro de deudas e incumplimientos con inversores que también se creyeron el cuento del laportismo y han acabado en el juzgado intentando recuperar su dinero.
Lo tienen igual de mal o incluso peor que los socios del Barça, que por dos veces han elegido a Joan Laporta para dirigirlo y, en ambos casos, dejando en sus manos un poder plenipotenciario para gastar, comprar, vender, saquear y descapitalizar la institución sin que, al contrario de lo que dictaría el sentido común, el conjunto de sus fechorías pueda ser rectificado, castigado o se encuentre forma alguna de ponerle fin.
En clave Reus, el documental estrenado este miércoles sobre las claves de lo que parece una estafa en toda regla -al menos así es como los afectados y sus abogados lo han planteado ante el juzgado- ha derivado en un escándalo que arrastra también al buen nombre del Barça. Como se denuncia en el relato, a Laporta se le ocurrió que una forma de frenar la acumulación de querellas por estafa era ofrecerles a los inversores descontentos y engañadosun contrato simulado en el Barça como una forma de recuperar un capital estimado en más de siete millones del que no se conoce su paradero y del cual parece que Hacienda pretende saberlo todo. El documental especula con que la maniobra Reus, consistente en comprar un equipo de fútbol chino para atraer inversores mediante contratos sujetos al amparo de la legislación de Hong Kong, podría revelar incluso un modus operandi no detectado por el fisco para el blanqueo de capitales.
Más allá de esta conjetura -y de que Hacienda también investiga la cuenta bancaria no menos escandalosa mediante la que Laporta tramitó el pago de los intereses del aval exigido para ser presidente con dinero de terceros y no con el de los directivos obligados a avalar-, en clave Barça la sensación es que la carrera de Laporta y de su núcleo duro repite un patrón de vida, de negocios y de enriquecimiento basado en el poder mediático, la notoriedad pública y la inmunidad del cargo de presidente del Barça. Eso sí, convenientemente empleada en aceitar su complejo y cómplice entorno cuando se trata de que todas las fuerzas en juego, políticas, económicas, periodísticas, judiciales, policiales y ciudadanas obtengan su parte del botín.
El caso Reus 2, desde esta perspectiva, sería en el fondo otra versión de un personaje vividor y farsante capaz de medrar y sobresalir hasta mandar en la sociedad catalana exclusivamente en base a su atrevimiento -cara dura o jeta, en el argot menos complicado-, desvergüenza sin límites y la seguridad de que nadie va a atreverse a discutirle sus decisiones porque o bien es cómplice o bien no le interesa complicarse la vida mientras pueda mantener su chiringuito o bien, como Laporta sabe exprimir insuperablemente, todo el mundo tiene secretos. Eso y que el tejido y la estabilidad de la Cataluña bien parecida y de las familias y sectores dominantes conservan la arraigada y útil prevalencia del bien quedar y de la discreción. No hay quien se atreva contra quien, en el fondo, actúa y se comporta como un pandillero que miente también con una eficiencia fuera de rango.
A Laporta, en cambio, le resbalan las acusaciones varias que le pintan como un delincuente, sus excesos reconocidos, sus juergas, sus entornos, tan tóxicos como próximos a las clases dirigentes, la mala fama de ser un saqueador, de corrupto, de impresentable y, ahora, de ser un estafador.
Si los inversores del Reus hubieran dedicado solo cinco minutos a radiografiar a Laporta, un personaje sin oficio ni reputación profesional reconocidos, o sus negocios, inexistentes según el registro mercantil, o su solvencia bancaria, en lugar de creerse lo que la prensa deportiva no deja de enardecer y de repetir sobre su capacidad para la gestión, ahora no estarían intentando rastrear el paradero de su capital. Es más, les hubiera bastado con echar un repaso a la memoria del FC Barcelona del último año de su primer mandato, 2009-10, para comprender que su aura mediática es fuego de artificio, que se fue del Barça tras intentar engañar al auditor y a los socios presentando cuentas falsas con ganancias cuando en realidad dejó tras de sí 94 millones de pérdidas, fondos propios negativos y una descapitalización de 47,6 millones respecto del Barça que heredó de Joan Gaspart y una deuda que ya entonces superaba la facturación.
¿Qué ha cambiado de aquel Laporta? Nada absolutamente, excepto que ahora le ha cogido gusto a exhibirse a la hora de vandalizar la economía del club, que no le quita el sueño cerrar negocios que no puede ni explicar, como el de los asientos VIP en Oriente Medio o acordar públicamente una comisión de 50 millones a favor de un amigo suyo contra dinero de patrocinio del Barça.
El LaportaGate asociado a su vergonzoso paso por el Reus, cada vez menos encubierto, más ruidoso y pestilente, no es una excepcionalidad en su trayectoria, sino un episodio más de su capacidad para el embuste y la enajenación del patrimonio ajeno de inversores tan incautos, ingenuos, egoístas y ambiciosos. Un poco como los socios del Barça.

