Vivimos en un mundo donde los cambios y las transformaciones se producen tan rápido que cada vez cuesta más discernir su impacto y qué políticas hay que implementar para afrontarlos. Un ejemplo claro es la pandemia del coronavirus, que cogió a la mayor parte de los países con el pie cambiado y con unos sistemas sanitarios que ya antes de esta crisis mundial necesitaban más recursos. Durante muchos días salimos a los balcones a aplaudir la tarea, el compromiso y la dedicación del personal de los hospitales y adquirimos la conciencia colectiva de la importancia de invertir en sanidad. Sin embargo, rápidamente nos olvidamos de ello.

El covid-19 supuso un punto de inflexión muy importante. Como en todas partes, hubo dirigentes políticos que estuvieron a la altura y otros que se vieron superados por las circunstancias adversas con las que tenían que trabajar o que aprovecharon para enriquecerse. Así es el ser humano.
Poco nos podíamos imaginar entonces que Rusia invadiría Ucrania, que Hamás mataría a más de 1.000 ciudadanos israelíes, que Netanyahu llevaría a cabo un genocidio en Gaza (más de 46.000 muertos), que el País Valenciano sufriría una DANA inédita, que la UE se encontraría al límite a raíz del ascenso de formaciones extremistas y populistas o que Donald Trump volvería a la Casa Blanca.
En todo caso, a la vista de este panorama, resulta evidente que algo falla cuando, en un contexto mundial de inestabilidad y de incertidumbre, la mayor parte de los líderes políticos defienden unos postulados que oscilan entre la irresponsabilidad y la venganza.
El problema es que algunos de estos dirigentes públicos han pasado de ser percibidos como una minoría ruidosa que propugna unas ideas excéntricas a convertirse en el eje central del sistema político de su comunidad. Con todo, hay que evitar caer en generalizaciones, ya que hay políticos con una enorme capacidad y vocación para ejercer su tarea. Políticos que, desde el respeto a la diversidad social y con la convicción de que el servicio público no es otra cosa que la capacidad de forjar acuerdos entre diferentes, trabajan para mejorar y facilitar la vida de sus conciudadanos. De ejemplos hay muchos y diversos: desde los alcaldes y las alcaldesas (de varias formaciones políticas) de las localidades afectadas por la DANA a Salvador Illa o Aitor Esteban pasando por Angela Merkel, Joan Baldoví o Bernie Sanders.
Precisamente, aquellas opciones políticas que más irradian irresponsabilidad o venganza son las que desean (y trabajan) para que se coloquen todos los cargos públicos en un mismo saco con el fin de situarse ellos como la única alternativa que garantiza la libertad y los derechos. Por eso, precisamente, es tan relevante que tanto los líderes políticos responsables y rigurosos como los medios de comunicación pongan en valor a los candidatos y a los dirigentes que hacen bien su trabajo porque de lo contrario todo acabará absorbido por el virus de la antipolítica.
En todo caso, el problema actual es que una buena parte de los gobiernos regionales y estatales europeos, imbuidos por la fuerza y las políticas de la extrema derecha, han sucumbido a la irresponsabilidad política. Una irresponsabilidad que, lejos de ser castigada en las urnas, en ocasiones es premiada. Es el caso, sin ir más lejos, de la gestión de Díaz Ayuso de las residencias de ancianos durante la pandemia. Y ya veremos si el PP valenciano mantiene, por la misma regla de tres, la presidencia autonómica en las elecciones de 2027. La gran consecuencia de la irresponsabilidad es que los propios políticos acaban perdiendo de vista la dimensión pública de su tarea. Y esta concepción del poder perjudica a aquellos servidores públicos que, con mejor o menor acierto, intentan servir correctamente a sus conciudadanos.
El otro gran paradigma político actual es el de la venganza. Es lo que ha hecho Netanyahu con la población civil de Palestina o lo que está haciendo Donald Trump con el personal de la administración que no le es afín.
Este es el mundo en el que vivimos y, más allá de denunciar estas actitudes y conductas, la única herramienta que tenemos los demócratas es la capacidad de convencer a los votantes que confían en estos partidos de que los postulados de estas opciones, lejos de aportar seguridad, orden y certeza, lo que acaban llevando es más enfrentamiento, división y sufrimiento. Parece que a día de hoy no hay otro camino.