El 30 de enero pasado, David Brooks (columnista de The New York Times) escribió un memorable artículo sobre la estupidez humana y el comportamiento de Donald Trump, titulado The Six Principles of Stupidity. Aconsejo leerlo. A raíz de este artículo quería hacer una serie de reflexiones que me parecen aplicables a nuestra Unión Europea, que, por cierto, no se acaba de consolidar, aunque quizás más pronto que tarde tendremos que reconocer que su consolidación política será más la consecuencia de las actuaciones de Putin y Trump que de la voluntad de los estados miembros.

Los chinos están consiguiendo avances sorprendentes y casi increíbles desde hace solo unos años en inteligencia artificial, computación cuántica, tecnología 5G, vehículos eléctricos, exploración espacial y biotecnología. Lo han hecho sin aspavientos y con discreción. En cambio el gobierno de Donald Trump desde su toma de posesión, el 20 de enero pasado, nos amenaza con imponer aranceles ruinosos a Canadá, México, China, UE, etc. Más allá de que estos amenazadores aranceles dispararían la inflación en Estados Unidos, lo que está consiguiendo Trump es soliviantar a sus tradicionales amigos.
Da la impresión de que su comportamiento cae dentro de los que llamaríamos locuras o fanfarronadas que pretenden atemorizar a los que se oponen a sus objetivos. También es posible que los responsables de estas decisiones no estén bien informados e incluso no tengan la intención de estropear nuestros niveles de bienestar y seguridad.
Es sabido que hay numerosas personas con un alto coeficiente intelectual que se comportan como chimpancés y que lejos de resolver los problemas los agravan. Para más inri quiero manifestar que a lo largo de mi vida he constatado que numerosos políticos de España y también de Cataluña, a pesar de las credenciales de inteligencia (aunque tampoco he visto muchos) no han sido capaces de hacerse preguntas tan sencillas como: «¿Qué pasaría después?». Es decir, preguntarse si los daños de los efectos colaterales y secundarios superarán los beneficios de las decisiones tomadas.
Me pregunto si todos estos «expertos» que proponen congelar o eliminar el gasto público saben qué pasará después. ¿Qué pasará cuando las escuelas públicas y los servicios judiciales vayan aún peor de lo que van? ¿O cuando los cuerpos de bomberos, policía, profesionales de la salud y la enseñanza en hospitales, escuelas y universidades públicas tengan que reducir sus actividades? Pensando en el avance (temido pero probable) de la extrema derecha no sólo en Estados Unidos sino en Europa y Latinoamérica, creo fundamental que empecemos a pensar en los principios (y sus debilidades) que rigen nuestra vida pública.
La primera cosa que debemos aceptar, es que la libertad de expresión y las diferentes ideologías producen desacuerdo. Sin embargo, la estupidez produce desconcierto, inacción y enfrentamientos inútiles, cuando funcionarios, profesionales y el sector económico no saben a qué atenerse ni cuál es el futuro inmediato. Cuando en una organización un hombre tiene todo el poder y todos los demás deben abrumar sus ideas preconcebidas, el resultado seguro es la estupidez y el desorden. ¡La estupidez es muy atrevida y lleva al desastre inevitable! Lo peor es que quien se comporta estúpidamente no es consciente de la estupidez de sus actos y, por tanto, sólo una potente acción externa puede detenerlos. Oponerse a la estupidez es muy difícil, ya que los argumentos razonables caen en el vacío, las evidencias se pasan por alto y los hechos se consideran irrelevantes.
Finalmente, hay que recordar que el antídoto de la estupidez no es la inteligencia; es la racionalidad, que es la capacidad de tomar decisiones que ayudan a las personas a alcanzar sus objetivos, ya que la experiencia, la prudencia y la pericia son los componentes básicos de la racionalidad. En caso contrario, nos encontramos con políticos que están dispuestos a creer cualquier cosa: conspiraciones, cuentos populares, leyendas de internet o por ejemplo que las vacunas matan: viven dentro de una fiesta delirante y caótica que sólo puede acabar con daños difíciles de remediar.
Con el paso del tiempo, cada vez tengo más simpatía por los objetivos sencillos y posiblemente insuficientes, ya que estos son los objetivos que veremos hacerse realidad. Los demás, los grandes y a veces míticos objetivos rara vez son racionales, de manera que nos llevan a choques estériles que desgastan y perjudican a toda la sociedad. Hay que dejar de ignorar, despreciar, rechazar o insultar a los que discrepan de lo que pensamos. ¿Cuándo aprenderemos que mucho mejor que agredir a los que te rodean es colaborar y alcanzar acuerdos? Quizás lo más deplorable de todo sea que estos comportamientos estúpidos o irracionales han sido y son frecuentes en nuestros partidos y políticos (incluyendo los independentistas).
¿Qué debemos hacer para que la racionalidad y el sentido de la acción política se haga presente en Cataluña, España y Europa?