A pesar de su inmensidad, Rusia es un país con una economía de un tamaño similar al español y basado en un producto, el petróleo y el gas, que poco pueden interesar a buena parte de los países de Oriente Medio y África donde quiere extender su influencia. Su actividad colonial se basa en un apoyo militar que garantice la permanencia en el poder de sátrapas y juntas militares más o menos crueles –normalmente más- como era el caso de Bashar al-Assad. Por eso la caída de Siria es una noticia nefasta para el Kremlin, pues pone de manifiesto su debilidad militar.

Detrás de la derrota de Al-Assad encontramos el traslado de parte de los efectivos militares rusos situados en el país para cubrir sus necesidades en Ucrania, especialmente tras la invasión de Kursk por parte de Zelenski. Muchos de los aviones de combate que permanecían en la base aérea de Hmeimim volvieron a sus aeropuertos de origen, mientras los de sistemas de defensa antiaérea F-300 se enviaron a proteger los cielos de Crimea. Los soldados desplegados en el país vieron reducido su número y los duros mercenarios del Grupo Wagner fueron sustituidos por efectivos sin experiencia de combate que se limitaban a la vigilancia de las instalaciones petroleras.
La fuerte implicación rusa en la complejidad de la guerra en Siria, iniciada en septiembre de 2015, cuando la incapacidad militar de Al-Assad lo llevó a perder en poco tiempo dos tercios de su país y comprometer la base naval de Tartús y la aérea de Hmeimim, quedó en una simple sombra de lo que fue. Ahora hay que ver cuál es el futuro de estas instalaciones que el Kremlin afirma no tener intención de abandonar. Así se desprende de las palabras del presidente del Comité de Defensa de la Duma, Andrei Kartapólov, quien mientras Al-Assad huía de Damasco declaraba que «la situación en Siria es compleja, pero Rusia defiende sus intereses, en particular sus bases militares».
La realidad, de momento parece ser otra. Tartús y Hmeimim se abandonaron cuando se empezaba a ver que la caída del régimen sirio era inevitable. Son dos bases importantes. El puerto militar de Tartús funcionaba como un nodo para transferir material desde Siria para apoyar el esfuerzo bélico de Ucrania, mientras que el aeródromo de Hmeimim, no se usaba sólo para bombardear posiciones de los insurgentes en territorio sirio, también servía para apoyar las acciones militares que se desarrollan en el norte de África y acogía aviones de ataque estratégico y de inteligencia. Siria era el enlace que unía África con Moscú. Su caída ha hecho crecer el descrédito ruso a los ojos de los Estados subsaharianos que se apresuraron a expulsar a Francia por neocolonial y sustituirla por Rusia en su lucha contra el integrismo islámico y, sobre todo, para mantener en el poder a un grupo de dictadores sanguinarios. Son países que han visto con preocupación cómo el número de efectivos rusos se ha reducido por las necesidades bélicas en Ucrania.
Hoy hay unos 1.000 soldados en Mali, cerca de un centenar en Burkina Fasso, unos 2.000 en la República Centroafricana y un número incierto en Níger y Sudán. La primera piedra contra la fiabilidad de las fuerzas rusas en África fue la derrota de los mercenarios de lo que un día fue Wagner en el norte de Mali, en un punto cercano a la frontera con Argelia, donde en agosto pasado grupos tuareg y miembros de formaciones fundamentalistas islámicas mataron a 84 militares rusos y a una cuarentena de soldados de Mali.
La respuesta fue un ataque indiscriminado contra las aldeas de la zona que mataron al menos a 21 civiles, entre ellos 11 niños, lo que no ha contribuido demasiado a incrementar la popularidad y prestigio de Rusia. En septiembre estos mismos grupos atacaron el aeropuerto de Bamako, el corazón de la presencia rusa en el Sahel, mientras que las capitales de Burkina Fasso y Níger reciben ataques yihadistas cada vez más frecuentes.
Estos gobiernos ven que esto, con los odiados franceses, no pasaba, cuando menos no tan a menudo. Sólo un ejemplo para ilustrar cómo las cosas han empeorado; desde 2016 más de 26.000 personas han muerto por los enfrentamientos con islamistas en Burkina Fasso, unas 15.000 de estas muertes se han producido a partir de 2022, cuando el capitán Ibrahim Traoré dio un golpe de estado y llevó al país a la órbita moscovita. Hoy, También en Burkina Fasso se pueden ver las primeras consecuencias de la escasa fiabilidad de Moscú, coincidiendo con la caída de Damasco el régimen de Traoré ha destituido al primer ministro Apollinarie Joachim Kyèlem de Tambèla, un hombre cercano al Kremlin que privilegiaba las relaciones con Rusia e Irán, los dos grandes derrotados del conflicto sirio.