Los lenguajes del desastre

Durante esta semana he escrito poco a X porque no veía mucho sentido decir nada mientras comprobaba, sin mucha sorpresa, cómo la mayoría era contraria a mi criterio, llenando la red con mensajes de todo tipo, hasta el punto de generar peligrosas confusiones.

Susana Alonso

Hoy, lunes he salido a la calle con la intención de hacer fotos, encontrándome arrinconado en una esquina del paseo Maragall. La dimensión de la lluvia no destacaba quizás por la cantidad, sino por la forma, anunciada días antes con el barro en las aceras, una resaca pequeña del desastre valenciano.

En todo el asunto he preferido la lógica de dejar surgir las preguntas antes de abrazar ninguna probabilidad de certeza. Algo verdaderamente destacado tiene indudable relación con el urbanismo. Súmese ver Valencia casi inmaculada y su área metropolitana anegada por la debilidad de construir en zonas inundables. Día tras día acudo a mi mente Rafael Chirbes y sus episodios nacionales, culminados con el dueto de Crematorio y En la orilla, las dos mejores ficciones sobre la crisis de 2008, bien evidente desde sus ojos cínicos, incluso bastante antes.

Chirbes estos días es un qué diría Manolo o Pla. Sería maravilloso encontrar una posición crítica más allá del gran peligro metafísico, al menos por ahora, de la tragedia: el ruido perpetuo que, unido a una mala comunicación por parte de las autoridades, prohíbe la reflexión pausada sin tantos escaramuzas.

Si volvemos al urbanismo todo esto me ha hecho pensar en nuestra realidad barcelonesa, donde parece imposible nada parecido mientras estamos sobrados de torrentes. Muchos de ellos, tapados pero sin asfalto en los alrededores, sirven de aparcamiento al aire libre, una genialidad municipal. Los acontecimientos valencianos deberían hacer meditar en torno a cómo estos espacios podrían ser para la ciudadanía desde una voluntad de combinar el respeto por los orígenes, explicándolos, y un uso coherente con la naturaleza, sin llenarla de más obra, exaltándola en el presente en beneficio de toda la comunidad.

Esto es más bien una quimera e incluso podría sonar de mal gusto, cuando tan solo busca abandonar una yema de huevo prefabricada, muy prefabricada de cara al consumidor, siempre intoxicado. Si la gota fría en Barcelona era una miseria en comparación con la de nuestros hermanos, también es un tanto absurdo discutir con inusual intensidad en X, como si allí hubiera una verdad universal en lugar de muchas perversiones del lenguaje.

El paroxismo ha llegado con la frase «solo el pueblo salva al pueblo», según algunos de raíz machadiana en el contexto de la defensa de Madrid. En mi recuerdo la dijo Oriol Junqueras el 20 de septiembre de 2017 ante la sede de la Consejería de Economía. Entonces se asimiló a un trumpismo a la catalana. La expresión ha llenado los canales de Internet y servidor leía escandalizado como algunas personas que sigo la pillaban sin pensar mucho a como es una caricia envenenada, sobre todo porque el término pueblo es de los más manipulables. Durante el Procés fue fenomenal para omitir una idea de ciudadanía y ahora, durante este raro otoño de 2024, adopta unos trajes épicos donde el concepto de ciudadano ha desaparecido, en parte por falta de educación estatal y también porque la época nos quiere individuales.

Otra opción sería definir al pueblo de este noviembre como un grupo de personas que han reaccionado juntos sin la ayuda del Estado. Esto podría encajar; ahora bien, una de sus tangentes es quien lo capitaliza y cómo se interpreta. La frase de marras, un combustible con mucha fuerza y menos llama de la que aparenta, tuvo su cenit con la vista oficial a Paiporta, con barro, agresiones, llantos y «sálvese quien pueda» para avivar las llamas preferidas por el riguroso directo.

El ejemplo fatídico de «solo el pueblo salva al pueblo» no puede esconder cómo hay una hegemonía del relato emocional, un documento majestuoso por el futuro que, bien hecho, atrapa el ahora, hasta decretar un punto de vista donde se agradecerían más expertos y menos tertulianos. En este sentido las radios han brillado por cómo se han empleado en captar desde todos los ángulos los acontecimientos.

Cuando hablaba de Chirbes también me sonaba el recuerdo de un viaje en tren hacia Valencia. A diferencia de muchos confieso que me encanta su lentitud, pues así leo y me entretengo con el paisaje, incluso con el horror de los monstruos edificados cerca del mar, una indecencia más en el abuso, también causante del de los pueblos que deberían ser área metropolitana de la capital. El contraste me conduce a la Barcelona de 1962 y las riadas del Besós, donde como es comprensible la periferia sufrió mucho más que la metrópoli, con sus vínculos y ejes sin pies ni cabeza.

Quizás este artículo sea un cajón de intuiciones que quiere incidir en los muchos cuerpos de la catástrofe. El drama en el sentido de sus consecuencias es cómo la suma de todas sus vertientes despoja la miseria de la inacción, además de poner sin máscaras sobre la mesa que supone el cambio climático.
Hay demasiadas cartas en esta partida sin ganadores.

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