«Apaga la radio, deja de lado el diario, dedica tu tiempo a la lectura, a leer libros» (Dorothy Day)
Me ha parecido interesante comenzar este artículo con la cita de esta escritora norteamericana de principios de siglo pasado, que ya se anticipaba a los tiempos de Joseph Goebbels, un temible demagogo, agitador de masas y ministro de propaganda de Adolf Hitler.

Pues bien, ahora con una ingeniería retórica mucho más desarrollada que entonces y con la inmensidad de recursos narrativos a nuestro alcance, la capacidad de persuasión y de manipulación es infinita. Por eso la necesidad, hoy más que nunca, de un periodismo riguroso, profesional, equilibrado, y no partidista, ni sensacionalista, que sólo piensa en acabar con lo contrario.
Situándonos en el presente, hay una frase que resume el clima político y ambiental en el que habitamos: «¡Haz algo, por el amor de Dios, así no podemos seguir!». Eran las palabras de un ciudadano catalán dirigidas al presidente de la Generalitat, en los momentos de mayor inquietud e incertidumbre que se vivieron en Cataluña por el llamado procés. Aunque ya toda la atmósfera política discursiva va en la misma dirección que la del procés; todos los relatos políticos se parecen, sólo hay que cambiarles los nombres.
Vivimos en una sociedad instalada en el espectáculo y la polarización, donde los relatos nos llegan a través de las pantallas. El discurso político dominante será construir un clima irrespirable y llevar al lector u oyente a la máxima tensión. Es lo que algunos llaman la netflixización social, por su gran semejanza con las series de ficción televisiva. Es la teatralización de la política, junto con las broncas, peleas y altercados que la acompañan.
De momento, parece que este es el destino de los tiempos, el de una propaganda más emocional y épica para captar la atención de la gente. La realidad es que con la proliferación de cabeceras digitales que, con pocos medios, pueden competir abiertamente, todo parece desafiante. Lo vemos en el día a día, donde podemos leer y escuchar las barbaridades más grandes para conseguir portadas.
Sin embargo, la gran fuerza narrativa de esta manera de explicarnos la política pasa por señalar, desde el titular, quién es el malo, el enemigo, el culpable. Y todo el énfasis y el tiempo se pondrá en eso, el resto pasa a un segundo plano. Se juzga y sentencia, por tanto, con una rapidez sorprendente; inquisitorial, podríamos decir. El caso es crear antagonismos y discusiones continuos.
Es el «malismo», como nos explica en su libro Mauro Entrialgo, una estrategia de comunicación y poder que busca obtener un beneficio –electoral, económico o del tipo que sea–, resaltando la confrontación directa y sus aspectos más perjudiciales. El caso es tenernos siempre enfadados o indignados, da igual cual sea la historia dominante. Puede ser la catástrofe de la Dana, o el caso Iñigo Errejón, u otros.
Para no pocos analistas es la muerte de la información, que pone en peligro nuestra convivencia y hace crecer el discurso del odio. Y esto es un relato ya global, que traspasa fronteras y casi ideologías.
Y ante esto, ¿qué tenemos que hacer? Qué tipo de ciudadano estamos construyendo, mediante unas historias que se han vuelto tan convincentes que se hace difícil rebatirlas. Todo ello, además, acompañado de una descripción de la realidad pesimista y negativa en lo posible.
Sin duda, la prensa rigurosa y racional no lo tiene fácil con esta dialéctica que cuenta con aliados políticos y económicos muy poderosos y con una legión de activistas detrás. Son los nuevos hooligans, trasladados ahora a la política. Los alquimistas del malestar que inundan las redes con sus bots y trolls, utilizando rumores falsos y mensajes que se adaptan a sus objetivos. Y, ante esta realidad, no hay manera de hablar de manera civilizada, con argumentos, con ideas.
Es normal que, con todas estas circunstancias, la ganadora del premio Anagrama de ensayo, Lola López Mondéjar, hable del final del relato, ya vacío de contenido, y la pregunta que plantea es: «¿Somos hoy menos humanos?».
A pesar de todo, no son tiempos de lamentaciones sino de rebelarse contra esta batalla por la audiencia donde parece valer todo. Aquí todos somos ciudadanos con más o menos razones, pero ciudadanos y no enemigos. Y, al final, por mucho marketing que se quiera, por mucho relato, nada podrá sustituir la interacción entre humanos de carne y hueso.
Así pues, toca desenmascarar estos discursos que envenenan la convivencia. Pero para ello hace falta un nuevo talante, crítico, pero conciliador, con sentido de la medida, con moderación y con toda la inteligencia que se pueda, que falta hará.