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Laporta reconoce en Trump su alter ego y ya sopesa adelantar las elecciones un año

Joan Laporta

Es curioso que la mayoría de los analistas políticos catalanes, más o menos especializados, coinciden en activar todas las alarmas sociales y en alertar a los ciudadanos de los EE. UU. en general del terrible peligro que les amenaza como consecuencia de su propia decisión (de una mayoría cualificada de votantes) de elegir a Donald Trump como presidente de los EE. UU. por segunda vez. En muchos casos, se preguntan cómo será de oscuro y tenebroso el nuevo mandato de Trump, vaticinando la inevitable erosión de los más elementales principios democráticos y de las leyes que persiguen un cierto equilibrio social y de garantías de los derechos fundamentales. Y es más curioso aún que cuando se interrogan en voz alta sobre cómo serán las siete plagas que padecerán los americanos bajo la nueva presidencia, esos mismos cronistas no son capaces de algo tan sencillo como establecer un legítimo paralelismo entre el trumpismo por conocer y el laportismo del que ha sido y está siendo víctima la comunidad barcelonista.

Esta intelectualidad inequívocamente laportista que hoy sigue ciega e insensible a su totalitarismo, había pronosticado que Joan Laporta estaba llamado a ser el John Fitzgerald Kennedy catalán porque, en sus orígenes, se había mostrado imbatible en el debate televisivo y carismático como nadie a la hora de vender ese fuego nuevo y la necesidad de levantar les alfombras en las elecciones de 2003. Aquel Laporta ganador desde luego que daba mejor en cámara que sus rivales, Lluís Bassat y Jaume Llauradó, y que su verborrea fluida y entonada, próxima, entusiasta y cálida, rompió los moldes del largo periodo entre 1978 y 2000, marcado por el discurso tan inimitable, enérgico y a la vez paternal de Josep Lluís Núñez.

El pronóstico de que iba a ser el Kennedy catalán -hoy sabemos que en lugar de eso acabaría siendo el Trump del Barça- se desmoronó por sí solo en cuanto, a partir de 2010, saltó del palco del Camp Nou a la política, terreno accidentado donde apenas resistió una legislatura como diputado en el Parlamento catalán y otra como regidor en el Ayuntamiento de Barcelona. De aquel sonado fracaso en una dimensión como la política, en la que sus iguales muerden como caimanes hambrientos y están dispuestos a todo por un escaño, por un cargo y por escalar pisoteando al prójimo, aprendió que había, por decirlo así, demasiados Laporta como él clavándose puñales en la espalda y esquivando conspiraciones a cada minuto. Aquel no era para nada su mundo, requería un esfuerzo excesivo y, sobre todo, demasiada exigencia en cuanto a trabajo y dedicación a cambio de una remuneración irrisoria para su ritmo de vida, exageradamente elevado, por no hablar del riesgo que para él suponía estar de verdad bajo la vigilancia patrimonial y económica de la ciudadanía.

Mucho menos después de haber probado en un primer mandato, entre 2003 y 2010, la carne apetitosa y adictiva de ese poder absoluto, supremo y dictatorial del presidente del Barça, un cargo que, entre otros muchos placeres de la vida, le había proporcionado la oportunidad de comprobar que todos esos políticos que habían comido en su mano, serviles y aduladores, a cambio de cuatro entradas ahora le estaban haciendo la vida imposible. Lo tuvo claro. El escaño ganado con su partido, Democràcia Catalana, se lo vendió a CiU, que lo necesitaba para las mayorías cualificadas, a cambio de un despacho, secretaria, viajes y cero responsabilidades ni quehaceres parlamentarios, traicionando a los suyos en cuanto tuvo la ocasión.

A partir de entonces no solo tuvo claro que nada era comparable a presidir el palco del Camp Nou. También que si en el pasado había sido esclavo de algunas servidumbres, como los encargos y las necesidades de Cruyff o la pleitesía incondicional a Jaume Roures, en su regreso no iba a compartir el pastel con nadie, aún menos dedicar su valioso tiempo en el club a atender las obligaciones derivadas del cumplimiento de los estatutos y de los derechos de los socios.

Como valía todo, aprovecho la crisis de juego y de vestuario del Barça de Luis Enrique, que no soportaba el vedetismo del tridente formado por Messi, Suárez, Neymar, para atacar al eslabón más débil, la figura de Josep Maria Bartomeu, que se había convertido en el legítimo presidente del FC Barcelona tras la dimisión de Sandro Rosell. Laporta promovió una campaña muy agresiva en su contra, precisamente con el argumento infundado estatutariamente de que para seguir en el puesto debía someterse al veredicto de las urnas y ser elegido como tal por los socios. La jugada le salió medio bien, pues Bartomeu se quitó de encima la presión de Laporta, comprometiéndose a convocar elecciones al acabar la temporada. El problema fue que para entonces el Barça había conquistado el segundo triplete de su historia -Liga, Copa y Champions-, y su candidatura, sostenida por un tríptico y la promesa de recuperar a Joan Oliver como director general, fue ampliamente derrotada.

El paralelismo con las estrategias de Trump siempre ha sido evidente sin importarle el daño causado por sus acusaciones de descrédito a sus sucesores, Sandro Rosell y Josep Maria Bartomeu, gracias a su única habilidad en la vida, que es la de agitador, como ya había demostrado yendo visceralmente contra Núñez, al que acusó de haber arruinado el club y de querer convertirlo en SA 30 años antes.

A Rosell no dejó de insultarlo durante de la campaña de 2010 y de socavar luego su presidencia a través de todos sus contactos y relaciones, incluidos Florentino Pérez, Jaume Roures y el aparato soberanista y postconvergente que siempre estuvo detrás de él desde los tiempos del Elefant Blau. Se puso en marcha en cuanto intuyó que con el fichaje de Neymar su junta se iba a perpetuar gracias a que el equipo seguiría dominado el mundo del fútbol.

Pensó que, una vez abatido Rosell gracias a Jordi Cases, un socio de su cuerda y vinculado a su entorno, y el indecente colaboracionismo de la Audiencia Nacional, Bartomeu iba a ser pan comido.

Necesitó apoyarse en la pandemia -siempre presente esa proverbial capacidad para la agitación- y aprovechar el desgaste de Víctor Font y del aparato, que a él le había dado electoralmente por muerto tras perder las elecciones contra Bartomeu en 2015, para colarse en la fiesta. Laporta representaba mejor que nadie el antagonismo a ese ticket Rosell-Bartomeu tan criminalizado gratuitamente desde dentro y desde fuera por la sencilla razón de que ya duraba demasiado ese lapso de tiempo sin las corruptelas y el populismo del primer mandato de Laporta.

Vio el hueco y se coló, quitándose de encima -o sea, embusteramente- su responsabilidad en la desaparición del Reus, periodo de su etapa del que ya han aflorado por ahora cuatro querellas por estafa, dos directamente contra Joan Laporta, y ganó las elecciones prometiendo a los socios que “lo volveré a hacer”. Si con esa afirmación se refería a arruinar del nuevo al Barça, dejándolo con una deuda superior a la facturación, la caja vacía, las facturas por pagar y los socios maltratados como nunca, entonces es que no ha engañado a nadie.

Al contrario, esta vez ha ido directo al grano, ha despellejado todo rastro del pasado, ha suprimido la totalidad de los derechos de los socios y de las garantías de control estatutarios, incluidas las asambleas, ha hecho del nepotismo y del amiguismo su forma y medio de vida, pues no se le conoce actividad profesional alguna, y ha invertido mucho menos tiempo que en el anterior mandato en aumentar la deuda -hasta los 3.000 millones- gracias a la reforma del Camp Nou solamente, ya que ha dejado fuera el resto del Espai Barça, una deuda impagable e inasumible que deja el futuro de la entidad en manos de los acreedores.

Poco importan, en cualquier caso, que sus atrocidades amenacen la continuidad del modelo de propiedad del club. Al contrario, esos propietarios lo prefieren a él porque contra ese estilo dictatorial, déspota y antisocial no hay nadie al otro lado, no hay un Laporta que le pare los pies ni que le frene a la hora de gobernar y de decidir el futuro del Barça según sus propios intereses y caprichos. No es extraño, así pues, que el propio Laporta, estimulado por ese alter ego que reconoce en Donald Trump, haya filtrado al día siguiente de confirmarse esa mayoría republicana tan próxima a un gobierno de tiranía que sopesa adelantar las elecciones a final de este curso. ¡Al loro!

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