Transcurrida más de una semana desde la asamblea FC Barcelona, la sensación es que, una vez más, en el torbellino mediático y de la agitación provocados por la irrupción de la oposición azulgrana, a Joan Laporta le vino bien trasladar ese otro partido a donde más le convino, a desafiar a su adversario en el campo abierto de la propia asamblea que, sabía perfectamente, iba a tener del todo controlada, poco importa si a base de sus peores y malintencionadas habilidades en la supresión de los derechos democráticos y de participación de los socios, reducidos esta vez a la más mínima expresión. El intercambio de golpes, tímido, lento de reflejos y dominado por la precaución y el exceso de prudencia por parte de la disidencia laportista, acabó siendo tan desigual que, entre la adulación mediática al presidente, aplaudido por el acto de desacato al auditor -inimaginable en ninguna entidad seria- y la resignada actitud de Víctor Font, Joan Camprubí y el resto de los grupos de opinión, Laporta se ha asegurado otro largo periodo de paz, que no de prosperidad, y de absoluto silencio e inactividad al otro lado de su presidencia por parte de quienes pretenden moverle la silla o, cuando menos, de quienes se lo han propuesto o lo han insinuado.
Su respuesta sistemática y de manual fue la de aplastar al disidente, fuera quien fuese, convertirlo mediáticamente en un peligro institucional, desacreditarlo, acusarlo de traición al barcelonismo o, como en el caso de los socios y copropietarios del FC Barcelona que pedían una asamblea presencial y democrática, presentarlos ante la opinión pública como desestabilizadores, catastrofistas y como el enemigo al que necesariamente hay que demonizar y aplastar antes de que el Barça pueda caer en sus manos.
En esta dialéctica, Laporta es imbatible porque controla el medio, los resortes de la comunicación y de los contenidos que más le convienen transmitir. El resultado, conseguir que aprobar unos números desastrosos con 91 millones de pérdidas (299 millones según la auditoría) y un balance de la temporada 2023-24 con cero títulos de los primeros equipos de fútbol y de baloncesto, contra una Liga y una Champions del Real Madrid, haya trascendido socialmente como un éxito de referencia, como otra de esas victorias épicas del presidente contra los elementos. Los titulares de la prensa así lo han presentado: «Laporta aplasta a la oposición», «Laporta gana la asamblea» o «Laporta salva las cuentas» corroboran esta sensación triunfal muy por encima de los propios datos admitidos por la junta y contundentemente reflejados en la memoria sobre el aumento irreversible de la deuda, la ordinaria y la del ‘Espai Barça, la mengua de los recursos patrimoniales y ese saldo en pérdidas que aboca a una situación de fondos propios negativos de 94 millones a 30 de junio pasado, eso sin añadir el fleco de los 208 millones falseados y no descontados contra el criterio del auditor.
La anestesia infinita del neobarcelonismo tras las elecciones de 2021, cuando decidió poner el futuro del club en manos de Laporta convencido de que solo él podía salvarlo, ha hecho el resto. Un fenómeno de sedación de masas digno de análisis que, al contrario de lo que ha vivido y sufrido cualquier otro presidente, convierte en aceptable, plausible y apropiada a los ojos del barcelonismo cualquier decisión por contradictoria o estrambótica que parezca.
Echar a Messi al día siguiente de ganar las elecciones gracias a la promesa de renovarlo ya puso ese listón del sometimiento y la resignación del socio a un nivel insuperable, galáctico e ideal para un personaje totalitario y despótico como Laporta, que en esta segunda etapa no disimula ninguno de sus tics. Viven del Barça él y la totalidad de su familia y amigos en una exhibición de nepotismo y amiguismo sin precedentes; comisiona a sus agentes de confianza públicamente y hasta les pide a los socios un aplauso de mérito; ni se inmuta insultando la Masía con el fichaje-atraco de Vítor Roque; se pasa por el forro el acuerdo asambleario del Espai Barça, que costará el triple y acabará con el modelo de propiedad del Barça; elige a Limak para la reforma del estadio siendo la constructora más cara, la que más avergüenza al club con el abuso y la explotación laboral, la que menos cumplirá los plazos previstos y la que no pagará ni un euro por el retraso; además, acepta el dinero de terceros y de proveedores para financiar el aval o inventarse la operación de Barça Studios para encubrir su fracaso en la gestión económica y el haberse comido 1.000 millones de beneficios en palancas y, no hace falta decirlo, promueve la deserción del barcelonismo más tradicional y arraigado a base de incomodar al socio en todos los frentes a su alcance. Hoy, Laporta se frota las manos ante la posibilidad de un nuevo estadio con 105.000 asientos por vender a precio de oro y los abonos de toda la vida en abierta y franca regresión, pues la idea es atraer a clientes que, además de pagar hasta 17.000 euros por un asiento de la primera fila de la cornisa de la segunda grada, no vengan al estadio recién terminado desde los suburbios y el extrarradio con el bocata hecho de casa y el abono de pobre en el bolsillo.
La eliminación sistemática de las esencias barcelonistas ha dejado de ser un proyecto para cobrar forma real y actual en el contexto de un pensamiento único laportista y una realidad de purgas sociales que avanzan a pasos de gigante. Hace poco se ha sabido que en el nuevo censo de peñistas, abierto desde la junta para contrarrestar el asociacionismo de la Confederación Mundial de Peñas, se han dado de alta 8.000 peñistas iraquíes, una bolsa de peñistas ideal y desde luego incomprensible para controlar cualquier consulta o votación más allá del lento genocidio con el que Laporta ha avanzado en la deconstrucción y desaparición del mundo peñístico, hoy limitado a su uso práctico para llenar Montjuic en las noches más complicadas. Los peñistas pueden olvidarse de volver a disponer de entradas gratis o descuentos si el equipo sigue atrayendo compradores de entradas masivamente para ver a Lamine Yamal.
Por lo que respecta al trato dado a los socios en materia de abonos, comodidad, servicios, reconocimiento y aplicación de los derechos estatutarios, respeto democrático y participación, el formato franquista de las asambleas lo dice absolutamente todo sobre los tics y el talante de un presidente que ya reina más que gestiona hoy el FC Barcelona sin que asome por ningún lado un frente de oposición que, si de verdad quiere poner a salvo la institución de las inevitables garras financieras de Goldman Sachs, debe reconsiderar su propia estrategia, tipo de munición y tempos. Darle más tiempo a Laporta no parece el camino más corto ni efectivo, pues querrá capitalizar electoralmente el éxito de la explosión de la generación Lamine Yamal, íntegramente heredada de la etapa de Josep Maria Bartomeu y con la que, desde luego, no contaba, y, desde luego, querrá deslumbrar al votante con el brillo de la obra nueva de la reforma del Spotify. Y está meridianamente claro que necesita forzar esa ratificación de la presidencia cuando vea la oportunidad de hacer coincidir ambas circunstancias: los títulos que ahora ve a su alcance, pero sobre todo antes de actualizar el precio de los abonos de esos 60.000 socios que se han acogido a la larga moratoria asistencial encadenada desde el tramo final de la covid con las obras.
Lo cierto es que salvar la asamblea, un escollo sencillo dentro de lo que cabe para esta junta, no cambia sustancialmente el desbarajuste económico ni el panorama tenebroso de unas cuentas abandonadas en las manos amateur y caprichosas de Laporta, aunque sí que incrementa su margen para empeorar las cosas sin que nadie le rechiste. La oposición ha perdido bastante más que un asalto.

