Supongo que a muchos les resultará sorprendente, pero uno de los momentos en que siento más lucidez para pensar en paz es en el aerobús, sea de ida o vuelta, con toda probabilidad porque son instantes donde el viaje te acompaña y se juntan espacios con recuerdos recientes.
La pasada semana aterricé proveniente de Milán. Me vino a la cabeza una situación idéntica en diciembre de 2021, en esa ocasión tras regresar de Trieste. Puse el pie hacia la parada de ese caro transporte para ir a Barcelona. Todo era ruido. Nervioso, histérico, sobre todo insano. Por suerte, esta trilogía acústica ha desaparecido y casa a la perfección con la dicha de ir fuera unos días: si eres una persona mínimamente sabia mirarás las noticias en los medios de comunicación locales, donde no se habla de Catalunya y tampoco mucho de España.
Y entonces, mientras la noche impide ver humedales y publicidades, meditas sobre si has cambiado o vas bien agarrado a las mutaciones del contexto. Hay un poco de todo. Por un lado, la política española se articula en una elevación ininterrumpida de decibelios que, unidos con la pandemia y una degradación del clima parlamentario, ha provocado desafección y la conciencia de cómo no merece la pena prestar atención a los gritos de broncas sin efecto para la vida de los ciudadanos, más si silenciosos si cabe porque el procés mató su resaca y la calle ahora es un lugar que pide crear comunidad sin emocionalidades vacías.
Medito en la ventana del aerobús sobre estas cuestiones mientras observo el enjambre de transeúntes y la sobredosis de patinetes, mucho más abundantes que en otras ciudades europeas. Son las once de la noche de un lunes y no hay mucha fauna local. Predominan los turistas. Tampoco son muchísimos. Han hecho suyo un espacio concedido, el del centro cercano a la Rambla y paseo de Gràcia, puro parque temático de ocio y negocios, pues hay mucho local de todo tipo ignorado por los barceloneses entre el día de la semana y su expulsión de este territorio.
En general, no es nada rara la ausencia de noticias alrededor de nuestros asuntos. La mayoría de países europeos privilegian los temas nacionales. Los de internacional viven meses muy focalizados y antes tampoco es que se preocuparan mucho de sus señorías municipales, autonómicas y de las Españas.
Durante este último mes he podido conversar con personas del piso donde me alojaba, fuese en Porto o Milán. Un chico portugués opinó que ven Barcelona como algo decadente, mientras en la capital lombarda un fotógrafo con mucho mundo añadió el concepto de peligrosidad. No me ofendo ante estos comentarios, pregunto y escucho. Son reflexiones pensadas que surgen más de encuentros con amigos o conocidos que nos visitaron. El plus de los medios de comunicación sólo trasluce de forma muy reducida y con los interlocutores suelo reír porque se reconoce como la Ciudad Condal es la reina de la propaganda en su casa, no así fuera de las fronteras, donde sin duda aparece en todos los mapas, pero sin las medallas que ella misma se deposita en el pecho.
Muchos de estos galardones no tienen buena reputación más allá de la creencia en una fórmula de imagen perfecta. Los grandes eventos no llaman la atención. De hecho, desde hace unos meses otras charlas casuales en Copenhague, Stuttgart, Atenas o Roma me han demostrado como nadie sabía de la celebración de la Copa América y, ¡ah!, lo del Tour de Francia de 2026 será bonito de ver por la tele.
¿Disuade la masificación? Intuyo que es una posibilidad. Con el procés sí que no abren la boca. Fue un fogonazo, quien sabe si dos líneas en los manuales de Historia europea del futuro para hablar de los años de la gran crisis que precedieron al colapso de 2020. Las naciones que se miran mucho el ombligo suelen destacar poco en los compilaciones de cómo fue una época, quizá por eso los minutos en el aerobús son como una cápsula donde aún no he reingresado a la realidad cotidiana. Allí dentro, la ciudad son eslóganes, rótulos de bar, horizontes con edificios reconocibles y una calma inédita, como si el adiós de ese insoportable ruido de bienvenida se hubiera llevado una energía que huele a amodorramiento resignado porque la política no va con las cosas de la vida y la velocidad de la Historia del siglo hace que estemos instalados a perpetuidad dentro de los monstruos de Gramsci mientras lo viejo no muere y lo nuevo aún no cuaja.
Podría terminar así. Quizá sería demasiado filosófico. El hundimiento del ruido en las llegadas tiene muchas causas. Otra posibilidad sería que esa endogamia haya causado una autoabsorción que nos ha conducido a la inexistencia. Los individuos/as ya sufren bastante tortura diaria y han perdido la fe. Quizá son consumidores, sí, consumidores nihilistas. El mundo de arriba y su megáfono los ha ensordecido o dado tapones para los oídos. Todo es un inmenso misterio.