John E. Mack fue un psicólogo social estadounidense, profesor de psiquiatría en la Universidad de Harvard, que logró un cierto renombre por su activismo en contra de la proliferación de las armas nucleares durante los años setenta y ochenta, lo que llevó a involucrarse en la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, distinguida con el Premio Nobel de la Paz en 1985. Antes, en 1977, había ganado al Pulitzer por su biografía de Lawrence de Arabia. Pese a los logros, su obra es poco conocida, básicamente por haber caído en desgracia después de que en los años 90 decidiera investigar a personas que afirmaban haber sido víctimas de abducciones extraterrestres.

Mack nos dejó pequeñas joyas que pueden ayudarnos a entender qué nos está pasando en este mundo, por ejemplo el concepto de “egoísmo de la victimización”, según el cual las comunidades que han sobrevivido a una violencia considerable sólo son capaces de ver su dolor y no el de los demás. Se convierten en sociedades enfermas de narcisismo, incapaces de sentir empatía., que encuentran en su dolor pasado la excusa para cualquier acto, por aberrante que pueda ser. Sociedades sin límites, que crean Estados para los que la violencia está justificada si se trata de alcanzar sus objetivos políticos, como eliminar opositores o cambiar aquellos statu quo internacionales que no respondan a sus intereses.
Hoy vemos cómo dos de los Estados que más han sufrido en el último siglo han recuperado la fuerza y la guerra como instrumentos de negociación política y de sumisión de otros países. Se trata de Rusia e Israel.
Durante la Segunda Guerra Mundial fallecieron más de 34.000.000 de ciudadanos soviéticos. Hoy, su heredero, Rusia, quiere recuperar la gloria perdida mostrando su músculo militar, recordando al mundo que posee armamento nuclear –y que puede utilizarlo– e invadiendo países vecinos que quiere mantener bajo su influencia. Ahora es Ucrania, pero antes fue Georgia. También utiliza la fuerza militar para extender su influencia por Siria y África.
Hace unos días el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, mostró su desprecio del derecho internacional al ordenar desde un despacho de la ONU un bombardeo del Líbano que puso fin a la vida del líder de Hezbollah, Hasan Nasrallah. De alguna manera decidió matar al padre. Si Israel existe hoy en día es porque fue creada bajo los auspicios de algunas de las primeras resoluciones de Naciones Unidas.
Comparte con Rusia una historia de sufrimiento. 6.000.000 de judíos exterminados durante el Holocausto. Un tercio del total de la población existente en ese momento. Y ese sufrimiento justifica hoy el asesinato de más de 40.000 gazatíes, la mayoría de ellos mujeres y niños. Resulta escalofriante ver la lista de víctimas de los ataques israelíes que ha elaborado el Ministerio de Salud de Gaza. Es un informe con los nombres, el sexo y el nombre de los fallecidos durante esta guerra que tiene mucho de venganza. Un informe de 649 páginas, de las que las 16 primeras correspondían a bebés menores de un año. Mientras, se populariza entre los israelíes una nueva forma de turismo consistente en visitar la costa de la Franja para contemplar el resplandor de los bombardeos, y los habitantes más cercanos a la frontera con Líbano se muestran entusiasmados con la invasión del sur del país vecino.
La pregunta que queda en el aire es cómo llegar a acuerdos con Estados que sufren algo muy parecido a un trastorno colectivo de personalidad que les lleva a sostener un sentimiento de superioridad, a creer que el mundo les debe algo y que eso justifica cosas como el bombardeo indiscriminado de poblaciones civiles. Estados que necesitan una atención permanente y quieren que el mundo les admire; acciones espectaculares como la explosión simultánea de los buscapersonas que utilizaba Hezbollah para comunicarse encajan con este perfil.
¿Cómo hablar con Estados que necesitan un reconocimiento perpetuo de sus vecinos, se ven a sí mismos como moralmente puros y consideran inmorales a aquellos que no se pliegan a sus deseos? De hecho, las críticas a Occidente con que Rusia justifica su agresión a Ucrania van desde el rechazo a la laxitud moral que para ellos supone reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo, hasta la falta de agradecimiento de Europa hacia quien les liberó del nazismo a expensas de millones de vidas.
Resulta imposible plantear ninguna conversación en términos políticos. Lo necesario para tratar con estos Estados son, probablemente, psicólogos.