La inutilidad del 47

A veces me gustar narrar porque el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, robaba motos en la Rambla porque el transporte público no regresó al Carmel hasta 1963.

Manolo Reyes vivió su gran aventura con la nena de San Gervasi hacia 1956, cuando los estudiantes, todos ellos pertenecientes a la burguesía, se reivindicaron como oposición contra la dictadura entre acciones algo limitadas y muchas proclamas para desmarcarse de sus padres, ganadores de la Guerra.

Susana Alonso

Esta hegemonía quedó sepultada durante los setenta, cuando los barrios de la periferia fueron puntales para avanzar hacia la Democracia mediante una serie de iniciativas para reivindicar humanidad donde no existía. Lo contó mejor Javier Pérez Andújar en Paseos con mi madre, donde en un párrafo habla que la clave de tota la lucha fue pedir escuelas, plazas, ambulatorios, bancos y todo aquello necesario en los márgenes sometidos a la amnesia del poder, feliz de visitarlos sólo para cortar cintas inaugurales, mientras el resto del tiempo los nombres de esas barriadas eran invisibles en sus planes.

Fue por eso que vecinos del Carmel, Torre Baró, el Guinardó y otros barrios alejados del centro protestaron hasta obtener en más de un caso sus objetivos. Uno de los más simbólicos fue la consecución del metro, con la línea amarilla  com bandera de esta ampliación de los trenes subterráneos hasta Nou Barris, uno de los territorios más movilizados, algo que sin duda alguna consagró la gesta de Manuel Vital, el conductor que secuestró el 7 de mayo de 1978 el autobús 47 para demostrar cómo sí podía subir por las estrecha y empinadas pendientes de Roquetes hacia Torre Baró.

La semana pasada se estrenó una película que narra esta historia elevada a los altares de la contemporaneidad al tener todos los ingredientes para hilar una buena trama, tanto que hasta la prensa se ha acercado al barrio, donde los actuales vecinos muestran su orgullo.

El tratamiento del tema y de las entrevistas es bastante grotesco porque en ningún instante denuncia que aún hoy Torre Baró y los barrios de la cercanía viven muy por debajo de la media de pobreza de la ciudad condal. En vez de plantear esta problemática se ha enfocado el recuerdo resucitado desde el folklore, como durante el metraje de la cinta protagonizada por Eduard Fernández, un espectáculo fílmico teñido por un enorme baño de nostalgia bien condimentado con el color fotográfico de los setenta y la justa dosis de épica para gozar de un buen momento palomitero sin efecto práctico en la cotidianidad del presente, pues no se pretende cambiarlo, sino ofrecer un producto inofensivo, uno más de una larga lista para edulcorar lo pasado.

¿Criticamos la idea? No, en absoluto, pero soy un joven gato viejo con la mala suerte de ser muy aficionado al séptimo arte. Durante nuestro siglo se ha postulado un nuevo modo de relatar la Transición. Atrás, aunque no mucho, quedaron aquellos años de centrarse en ETA porque, de repente, se han descubierto historias repletas de buenas intenciones con magníficas posibilidades para la precaria taquilla actual. Algunas podrían ser Salvador o Modelo 77, siamesas de El 47 porque su envoltorio seda tota la carga transgresora para convertir Salvador en un mártir y a los presidiarios del carrer Entença en héroes que debían escapar de tanta injusticia con sus propias herramientas.

Reitero que no hay nada malo, como quizá tampoco es negativo el método mediante el cual David Trueba ha perpetuado un estilo de telefilme que encanta a los estamentos oficiales y orgánicos. Soldados de Salamina nos haría ir demasiado lejos, si bien encaja con la última pieza del director sobre Eugenio, insoportable por llana, pues una cosa, algo común en este espectro, es elegir un personaje o cuestión trascendental, mientras otra es su rebaja a visionado olvidable en menos de lo que canta un gallo porque no quiere aportar pólvora al hoy, sólo añoranza trucada del ayer.

He visto de todo en Torre Baró y sus aledaños, desde gente cagando en el bosque hasta privados que ponen placas patrimoniales porque los Ayuntamientos Democráticos siguen sin pasear esas zonas. El gran hito de la década ha sido la restauración del castillo del barrio, reconocible desde la rambla de Fabra i Puig, pero como nadie mira hacia la montaña es como si fuera inédito, como también lo es su base, donde hay, qué cosas, una plaza dedicada a Puig Antich encima de un parquin, más que nada para aprovecharlo y crear una mínima fotogenia, si queréis una palabra maldita, pues si todo es mera fachada de imágenes la realidad siempre será la gran perdedora. Más allá de estos mensajes positivos que duran menos de un suspiro lo que requiere el extrarradio de Barcelona es una profunda reflexión sobre cómo reorganizarlo a nivel geográfico y administrativo para gobernarlo mejor.

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