La Cataluña de los 8 millones de habitantes es una sociedad multilingüe, pero con dos idiomas, por cultura e implantación, mayoritarios: el catalán y el español, de raíz latina común y muy parecidos, hecho que facilita su aprendizaje e intercomprensión.
La evolución y la dinámica demográfica han hecho que, situados en el siglo XXI, en muchos lugares del territorio la lengua catalana sea hegemónica en la vida cotidiana de la calle. Por el contrario, hay otros -en especial, en las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona- donde lo es el español.
¿Es esto un problema? ¿Es esto un motivo de conflicto? Depende de la vehemencia y de la visceralidad con que lo enfoquemos. Todas las lenguas tienen una misma función: transmitir pensamientos, conocimientos y sentimientos con unos códigos orales y escritos que compartimos con otros congéneres. Por lo tanto, cuanto más lenguas dominemos, más capacitados para interrelacionarnos con más gente estaremos. Y esto es bueno.
En este sentido, el bilingüismo que, de hecho, hay en Cataluña es una ventaja. Por un lado, porque nos permite alcanzar a la práctica totalidad de la población, que se expresa o entiende, al menos, en una de las dos lenguas. Por el otro, porque nos permite movernos y comunicarnos con personas de otros territorios: con valencianos, baleáricos, norte-catalanes (desgraciadamente, pocos)…, en el caso del catalán; con el resto de comunidades de España y los países americanos hispanohablantes, en el caso del español.
Durante las dictaduras de los generales Primo de Rivera (1923-29) y Franco (1936-75) se produjo un abominable intento de arrinconar y de expulsar la lengua catalana de la vida pública y, en especial, de la enseñanza. La loable tenacidad y capacidad de resistencia de los catalanoparlantes lo impidió.
Pero no nos tenemos que dejar llevar por el revanchismo, que siempre es un mal consejero y un pésimo negocio. Hay muchos catalanoparlantes que, en nombre de la patria pretérita, propugnan hacer lo mismo que estos dos dictadores militares, pero al revés: arrinconar y expulsar la lengua española de la vida pública y, en especial, de la enseñanza.
En este caso, tampoco lo conseguirán y, aún más, están provocando el efecto contrario entre los interpelados, que saben que la Constitución democrática y la fuerza inapelable de la realidad les amparan. El actual desprestigio y retroceso del catalán se debe, precisamente, a la presión de los hiperventilados de la lengua que han declarado la “guerra” unilateral al español.
Recordemos que, después de la dictadura, el impulso para la adopción del sistema de inmersión lingüística en la escuela nació en la ciudad de Santa Coloma de Gramenet -uno de los grandes focos de la emigración española-, gracias a la iniciativa de familias hispanohablantes que querían que sus hijos recibieran las clases en catalán. Viendo cómo se ha desarrollado, politizado y envenenado el conflicto lingüístico, seguro que estos padres de Santa Coloma de Gramenet hoy ya no pensarían ni harían lo mismo.
Yo no soy lingüista ni pedagogo, solo soy un periodista de 66 años, con derecho, como todo el mundo, a decir la mía. Como catalán, creo que hace falta desdramatizar y normalizar el bilingüismo. Procuro, eso sí, iniciar todas las conversaciones en catalán, si intuyo que mi interlocutor también lo domina. Si me responde en español, entonces cambio de lengua, para facilitar la comunicación y la comprensión.
Mi compromiso con la lengua que heredé de mis padres está fuera de duda. Edito, desde hace 34 años, la revista en catalán EL TRIANGLE y hago dos diarios digitales en catalán; he escrito miles de artículos y he publicado libros en catalán; en las redes sociales me expreso en catalán… Pero no por eso soy un fundamentalista de la lengua catalana ni reniego de hablar y escribir en español cuando creo que es necesario. Considero que esta es una dicotomía absurda, estéril y contraproducente.
El catalán y el español no están en guerra y a quien así lo considere hay que decirle que la tiene perdida de antemano. La vida y la convivencia son muy fluidas y ya se sabe que el agua siempre encuentra el camino. Ni el catalán está en riesgo de desaparición, como afirman los alarmistas firmantes de la Declaración de Prada, ni el español será borrado a golpe de decreto de la Generalitat de las calles de nuestros pueblos y ciudades.
Si en vez de ver el bilingüismo como un pecado capital y una amenaza para el catalán lo consideráramos una expresión totalmente coherente e integrada en nuestra vida cotidiana, entonces todo sería mucho más fácil. Paradójicamente, de la aceptación y asunción de la realidad bilingüe de Cataluña por parte de los catalanófilos hiperventilados quien más resultaría beneficiada sería la lengua catalana, que recuperaría su prestigio público.
En vísperas del inicio del curso escolar, seguro se volverá a reavivar la eterna polémica sobre la inmersión lingüística y las decisiones que adopte la nueva consejera de Educación de la Generalitat, Esther Niubó, serán analizadas con lupa por unos (catalanófilos hiperventilados) y por otros (hispanófilos hiperventilados). Ya se sabe: el presidente Salvador Illa es sospechoso tanto de ser un “ñordo” como un “secesionista” y la política educativa se convertirá en la prueba del algodón, para unos y otros, del nuevo Gobierno.
Yo defiendo la inmersión lingüística. Creo que es un buen método para garantizar la pervivencia y la transmisión de la lengua catalana, que en muchos lugares del territorio está en situación claramente minoritaria. Ahora bien, en la escuela también se tiene que normalizar el uso del español, sin considerarlo una lengua “extranjera”, para que todos los alumnos lo hablen y lo escriban correctamente al acabar el ciclo de formación. Objetivamente, es positivo.
El fenómeno migratorio de los últimos años ha alterado los esquemas sociales y culturales que conocíamos. Más que nunca, cada escuela es un mundo, donde conviven -en diferente proporción- niños de muchas procedencias. Los equipos docentes tienen que tener autonomía para poder gestionar esta nueva realidad. Con el objetivo, en el caso de las lenguas, que todos los alumnos dominen por igual el catalán y el español, que son los idiomas cooficiales que establece nuestro Estatuto de Autonomía.
Hay una tercera lengua de enseñanza obligatoria en nuestro sistema educativo: el inglés, que se ha convertido en la “lingua franca” del mundo globalizado. Lo más sensato y lógico es que, teniendo el catalán como hilo conductor, las tres lenguas tuvieran una presencia del 33% en la distribución de los horarios lectivos, respetando siempre, eso sí, la particularidad específica de cada centro, en función de la composición cultural del alumnado.
Puestos a ser innovadores, propongo que en las escuelas catalanas también se enseñen nociones avanzadas del idioma portugués. No solo en clave de acercar la dimensión ibérica de Cataluña, que considero imprescindible, a las aulas. La lengua portuguesa nos abre la puerta de Brasil y de una parte del continente africano. Por consiguiente, su conocimiento -por otro lado, muy accesible- por parte de las nuevas generaciones es una opción inteligente preñada de futuro.
1 comentario en «La “guerra” del catalán y el español»
Estimado Señor Reíxach,
Si todas las voces fueran tan mesuradas y razonables como la suya otro gallo nos cantaría en Cataluy(ñ)a como en el resto de España. No suelo involucrarme en el tema cátalan ya que, como asturiano y español, lo tengo a flor de piel, pero quería decirle que ojalá hubiera muchos catalana/e/s como usted.
Reciba un fuerte agrado de confraternización desde EE.UU.