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Memorias del subsuelo cercano

Jordi Corominas

Escriptor i periodista. Col·labora a diversos mitjans escrits i radiofònics, des del Catalunya Plural al '24 Horas' de RNE, o a 'Más de Uno' d'Onda Cero. Fa moltes coses, i per ara els seus darrers llibres són 'Bohigas contra Barcelona' (Athenaica) i 'Nortes' (Sílex), prova del seu amor per caminar la seva ciutat i tota Europa.
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El episodio narrado en este artículo transcurrió entre Génova y Santa María de Palautordera de la mañana al anochecer del domingo 7 de julio de 2024, San Fermín. Volvía feliz de la ciudad de Cristoforo Colombo, sin importarme mucho haber llegado por los pelos al aeropuerto a causa de una huelga del transporte público.

Regresa muy contento a casa. Desde hace unos meses ya no siento justo al volver ese insoportable ruido ambiental, no el de la calle, sino el de una carga política vacía, pero muy estridente, hasta contagiar todo el aire libre.

Eso, aunque parezca increíble, se ha rebajado en este último tiempo. Bajé en plaça de España para estirar un poco las piernas y, acto seguido, ir hacia el Clot, donde me esperaba el tren con destino al pueblo, el de las 16.10, perdido porque iba sin prisa alguna.

Esa joya de retorno se desvaneció de repente. En el andén, la voz de megafonía avisó el suicidio de un usuario en Badalona, viéndose interrumpida la circulación en la línea R11, mentida, pues el Rodalies de la T2 A Sant Celoni no apareció hasta las siete y diez de la tarde.

Los futuros pasajeros del gris anden del Clot, un sitio tétrico y lóbrego, se lo tomaron con mucha resignación, casi indiferente. La mayoría charlaban con los amigos. Muchos otros estaban pegados a la pantalla del móvil. El sonido de los altavoces no les era extraño, pero los defectos de megafonía y su pereza con la realidad ahogaban más ese masivo amodorramiento. Nadie reaccionó, no hubo críticas ni gritos, sólo aceptación del hecho consumado.

La R2 es una de las líneas que mejor funcionan de Rodalies, sin que eso suponga elogiarla. En verano prefiero escaparme cerca de la montaña y bajar, literalmente, a Barcelona, resolver asuntos laborales y volver con un buen libro para matar a gusto los minutos.

A veces esto no es posible. Mi diversidad horaria al subir al vagón me daría poderes para escribir unas memorias de este subsuelo cercano. Por la mañana predomina la calma hasta Granollers. Pot la tarde he catado todos los horarios y el jaleo a lo bestia es hasta La Llagosta o Mollet. A partir de ese instante bajan los decibelios y hasta Palautordera se nota el cansancio generalizado, también el de los más jóvenes, quizá los únicos ajenos a quejarse por cómo van los abonamientos gratuitos con las máquinas encargadas de computar los viajes.

Por la noche, en el último tren, la R2 tiene algo de película entre El Guateque, una de Buñuel y ribetes fellinianos. Muchos chavales lo toman después de cenar en Barcelona. Han comprado bebida y tienen vasos para hacer de los vagones una especie de barra intermitente, con charlas y risas, nada inaceptable para los demás, pues en estos contextos siempre sorprende como cada uno es capaz de concentrarse siempre que no haya excesos. Estos son más desagradables por la tarde. Grupitos que no entienden las distancias. Señoras quejándose de la música de los teléfonos. Las respuestas suelen ser desagradables. Un día, una de ellas me hablaba de como a veces no dice nada por miedo, pues nunca se sabe cómo pueden reaccionar.

Siempre veo a un señor que vende paquetes de pañuelos. Hará pocas tardes una mujer medio ciega buscaba en su monedero y el pobre iluso pensó que quería darle una moneda. Fueron unos segundos de los más absurdo y después ella, tras protestar por los que hablaban alto por teléfono, nos soltó un discurso sobre los sentidos antes de descender en Cardedeu.

En el interior de los trenes, pese a imperar un individualismo más bien relativo, se respira una tensión que es la suma de muchos elementos, casi todos intangibles. Podríamos verter ríos de tinta o promover muchas tertulias y nadie se pondría de acuerdo. Son, si se quiere, las antípodas de los jubilados que miran las obras de la Estación de la Sagrera en el puente de Calatrava.

Este hábitat es un enorme contrapunto con relación al clima que siempre detecto en el Clot. La ruta podría empezar donde un señor gallego, de voz inolvidable, te quiere vender cuatro mecheros por un euro. En el andén nadie habla de polític y su luz aletargada potencia la inactividad, como en una desconexión, antes de ir hacia el destino de cada uno. Hay un pacto no escrito entre estos ciudadanos, buenos lectores del espacio, con un tramo hacia el infinito como una zona muerte donde van parejas y fumadores. Una escalera clausurada marca la conclusión.

Ese domingo 7 de julio, San Fermín, me llevó a meditar sobre cómo el nerviosismo del interior sí encaja con un malestar que, además, ha cerrado la puerta a la cosa pública, sometiéndose a los cánones del mercado o de un conformismo sin voluntad de mover ficha. La acumulación y los síntomas son muy peligrosos. El andén ejerce de paréntesis, el vagón de pasarela.

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