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El payaso ya no tiene gracia

Puede que algunos le rían las gracias; puede que algunos piensen que es un valiente que es capaz de trasladarse desde su mansión de oro en Waterloo, dirigirse a los suyos en persona, despistar a la policía y volver a su autodenominado exilio. Eso es, un auténtico macho ibérico plantando cara a la justicia, a esos españoles que lo quieren ver esposado y en prisión. ¡Pues os fastidiáis, que no me habéis pillado! Eso es ser heroico y no como otros que pasaron por la cárcel para pagar lo que hicieron. Madre mía, el mundo al revés: el cobarde, el que dice que vendrá para quedarse y se va, el que asegura que se sentará en su escaño y estará presente en la investidura, vuelve a mentir a todos, especialmente a los suyos, y desaparece. Valentía cien por cien.

Todo este circo, todo este esperpento, cansa. Ese espectáculo, impropio de un expresidente, como ha dicho Joan Ignasi Elena, consejero de interior de la Generalitat de Catalunya, no es más que la demostración de una decadencia, la del propio Puigdemont y la de su partido. Lo demuestra la irrisoria asistencia de público a ese acto que tenía que ser la hostia. Lo demuestra también esa insistencia en ignorar la esencia de la democracia, la importancia y la necesidad de pactos para el entendimiento entre opciones políticas diferentes. Puigdemont y sus acólitos pertenecen a esa estirpe de catalanes que siguen hablando de “pueblo” en vez de “ciudadanía”, con esa connotación tan fascista como dictatorial, donde no cabemos todos, donde el que discrepa, aunque sea tímidamente, es tachado de “fascista” y “enemigo del pueblo”. Por eso, los suyos asisten a encuentros donde aparecen encapuchados e individuos con una pistola en la mano. ¿Alguien en su sano juicio cree que eso es algo con lo que tengamos que reírnos?

Puigdemont, ese saltimbanqui que ha llenado de memes nuestras redes, está tan acabado como el paquete de Celtas, y lucha por sobrevivir saliendo de la chistera de vez en cuando, una burda mentira como cualquier otra. En su caso, el cúmulo de falsedades es tan extenso que ya no se lo cree nadie. Quizás hasta los Mossos le siguieron el juego y dejaron que actuara el payaso de Amer, haciéndole creer que lo capturarían. Igual nos hicieron un favor dejándole volver allí, lejos, para que se pudra en la soledad del lunático, del perturbado, del rey desnudo ante un pueblo que no se atreve a decirle que pare ya esa exhibición ridícula. Lo peor, el desprestigio de los que, como el presidente del Parlament de Catalunya, Josep Rull, siguen aplaudiendo al personaje grotesco con esa sonrisa de tontaina, con esa sumisión penosa, con esa obediencia triste y perversa que no va a ninguna parte.

Muy cerca del espectáculo circense, del engaño, de la simulación y de la performance, la realidad. Un parlamento elegido democráticamente que vota a un presidente, el de verdad, no el de exilios inventados, ni el de huidas disparatadas. Allí, se avanza; en el Arco del Triunfo, se retrocede, una mirada atrás que quiere ensombrecerlo todo. Salvador Illa impone su talante, el de la mano tendida, el del diálogo, el de la exigencia de consensos para sacar a Catalunya de ese atolladero al que nos llevaron gente como Puigdemont. Pero a este bufón con aires de grandeza le importa un rábano. Prefiere que el tren descarrile y ya piensa en otra jugada maestra, quizás darle sus votos a un Feijóo desesperado por alcanzar el poder, inmerso desde hace tiempo en una guerra cruel y despiadada contra Pedro Sánchez.

Junts está atrapada y necesita arrancarse ese grano llamado Puigdemont, por su propio bien, por su propia supervivencia. No lo hará. Seguirá manchando la democracia con esos tics de fascismo edulcorado, blandengue, pero fascismo, al fin y al cabo. Mientras, el pragmatismo va imponiéndose. Ignoro lo que durará; desconozco también si ese “apoyo crítico” a Salvador Illa es sincero y ERC ha entendido de una vez por todas que los “ciudadanos” somos más importantes que el “pueblo”, que los primeros existimos, sufrimos, necesitamos servicios de calidad, mientras que el “pueblo” es una ilusión, un espejismo, del que el payaso quiere sacar un aplauso de complicidad para su propio bien.

El payaso ya no tiene gracia para la mayoría; quizás si ara gentes como Alvise y Abascal que se nutren de sus extravagancias. A esos ya les va bien que Puigdemont siga empecinado en sus ridiculeces. A la mayoría, por suerte, no.

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