¿Quién tiene miedo del federalismo?

Un dirigente de Junts usa la palabra «federalismo» como insulto, sinónimo de bajeza moral. Y lo aplica a Salvador Illa y a su partido en general. Frente a la independencia, el federalismo le suena a renuncia o cobardía, imperdonable pecado de botiflerisme.

Claro que también se acusa a Salvador Illa de ser ultracatólico, españolista y enemigo de la lengua catalana. Los herejes o los infieles suelen tener todos los defectos juntos, según Junts. La enemistad con la lengua es una inferencia: como Illa tiene una conducta bilingüe en los actos públicos, debe ser un enemigo de nuestra lengua. La negación de la lengua castellana que practica el independentismo ultramontano se asemeja al tierraplanismo: niega la realidad (sociolingüística catalana) y, de paso, desprecia una lengua que es oficial, que se sitúa entre las tres más habladas en el planeta y que es el vehículo para acceder a un volumen de cultura incalculable. No parece una postura inteligente. Pero el nacionalismo es pura emoción: es más fácil manipular las emociones de la ciudadanía que la razón.

La realidad española se asemeja más a un país federal, como Alemania o incluso EEUU: en algunos sentidos, los gobiernos autonómicos tienen mayor capacidad legislativa y administrativa y el Estado está mucho más descentralizado. Y nadie se opone a ello: excepto VOX, que afirma querer revertir las autonomías, pero que a la vez participa (o participaba, hasta hace poco) en todos los gobiernos autonómicos en los que ha podido.

En un país con la diversidad y la riqueza cultural y lingüística de España, el modelo federal parece ser el más indicado para responder a las inquietudes y a la propia diversidad. Está claro que hay que mejorar muchas cosas, porque en algunos aspectos la descentralización y la diferencia de normativas crean situaciones grotescas: si usted quiere cambiar su domicilio a otra comunidad autónoma, se encontrará con que necesita rehacer todos los trámites con la Seguridad Social, tanto o más que si se fuera a vivir a Francia. El modelo debe pulir la legislación, porque hay que buscar por encima de todo el bienestar de la ciudadanía y no ponerle trabas burocráticas. Pero, ¿no sería más fácil debatir estos aspectos y dejarse de esencialismos, de rasgos diferenciales y de identidades?

EEUU encontró una solución ingeniosa. Nombran state a cada uno de los diferentes estados (Seattle, Texas), y nation al conjunto de Estados Unidos. Justo al revés de lo que hacemos en España, y quizá por eso se generan estos debates identitarios tan tediosos y aburridos. Y hay que decir: en EE.UU. hay algunos grupos independentistas (en Texas, por ejemplo), formados por personas reaccionarias y ultraconservadoras, generalmente relacionadas con la nostalgia de los tiempos en que los negros eran segregados y las mujeres, amas de casa. La iconografía de los separatistas tejanos reivindica la bandera de los estados del sur: aquí también se usan banderas predemocráticas y se reivindican antiguas guerras medievales.

Todos los independentismos tienen un denominador común, tal y como puede verse.

Si el federalismo puede resolver las tensiones entre las autonomías españolas, ¿por qué puede ser usado como insulto? A mí me parece que la respuesta es sencilla: a pesar de lo que digan, el independentismo tiene una raíz antidemocrática, iliberal y retrógrada que habla de «pueblo» en lugar de «ciudadanía», que sueña en homogeneidades imposibles y que eleva a cultura lo que es folclore residual. En un mundo global, ¿qué sentido tiene retroceder siglos en busca de esencias legendarias y patrias anteriores a la democracia? Si se quiere luchar contra el acoso globalizador y capitalista, parece muy lógico hacerlo desde estructuras amplias, fuertes y democráticas como un estado o como la Unión Europea, que legisla para protegernos mucho más de lo que podría hacerlo un estado-nación (concepto del siglo XIX ya abandonado en Europa).

¿A quién le da miedo el federalismo? Es muy probable que sea la fórmula de éxito para España una vez superado el temor a la palabra federalismo, porque los nacionalistas sólo quieren oír hablar de estado propio, aunque ni ellos mismos saben definir qué es un rasgo diferencial y son incapaces de decirnos las razones por las que una Cataluña independiente sería preferible al régimen actual: ¿En qué ganamos? ¿En qué perdemos? Cuando sean capaces de explicar esto en términos racionales (y no emocionales o nostálgicos) quizá Catalunya pueda abrir el debate que le hace falta.

Mientras esto no llegue, seguiremos infantilizados soñando con Guifré el Pilós y otras fantasías románticas, atrapados en el siglo XIX. ¿Quién teme al siglo XXI?

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