El presidente de la Nueva Cataluña

Bluesky

La investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat es un nuevo libro que se abre en la historia de Cataluña. Con el “sí” de las bases de Esquerra Republicana al preacuerdo firmado con el PSC, cerramos una larga etapa de 44 años, que empezó con la elección de Jordi Pujol -precisamente, gracias al apoyo que en 1980 le dio la ERC de Heribert Barrera- y que culminó con el Dragon Khan del proceso independentista, iniciado después de que el heredero de la dinastía, Oriol Pujol, fuera pillado y condenado en el caso de corrupción de las ITV.

Desde las filas del puigdemontismo y del independentismo más hiperventilado ya han empezado a atacar despiadadamente a Salvador Illa, antes de que sea investido oficialmente presidente de la Generalitat, forme gobierno y tome las primeras decisiones. Que si es un “españolista furibundo”, que si es “muy de derechas”, que si fue un acérrimo defensor del artículo 155 de la Constitución contra la autoproclamada independencia “fake, etc.

Después de la tormenta, llega la calma. Y Salvador Illa es, ante todo, una persona tranquila, razonable, fiable y que sabe escuchar. Está en las antípodas del mesianismo y del milenarismo, que tanto daño han hecho en Cataluña, con presidentes como Jordi Pujol, Artur Mas, Quim Torra o Carles Puigdemont, de palabra encendida, pero que han dejado, por varios motivos, un balance muy decepcionante y frustrante de su paso por la política.

El futuro y nuevo presidente de la Generalitat es un político pragmático y sin complejos, como los que atenazaron a José Montilla durante el segundo tripartito. De origen modesto, hijo de una familia de clase trabajadora, Salvador Illa entró en política como concejal de la Roca del Vallès, de la mano de su mentor Romà Planas, persona de la máxima confianza del presidente Josep Tarradellas, tanto en el exilio de Saint-Martin-le-Beau, como en su retorno a Cataluña.

Gran negociador, como ha demostrado con el laborioso acuerdo logrado con ERC para su investidura, Salvador Illa dirigirá una política y una acción de gobierno focalizada en lograr grandes consensos parlamentarios, más allá del colchón del tripartito que le apoya. Con la única excepción de los partidos xenófobos Vox y Aliança Catalana, todo el resto de fuerzas –JxCat, PP y la CUP- serán convocadas también a participar en el pacto en temas capitales.

Es la vieja escuela tarradellista que vuelve, después del largo paréntesis que significaron el pujolismo, el pseudopujolismo maragalliano y el postpujolismo independentista. Salvador Illa es, en el sentido metafórico y real, un corredor de fondo, dotado de una gran resistencia y de capacidad e inteligencia para modular y administrar los “tempos”, que es una herramienta fundamental en política.

Tiene cuatro años por delante y un trabajo descomunal y apasionante para poner al día y ordenar Cataluña. Pero es esta una tarea razonablemente fácil de abordar, siempre que consiga la colaboración -que la tendrá- de una amplia mayoría de las fuerzas políticas, empresariales y sociales del país. Al fin y al cabo, España es una democracia consolidada y plenamente insertada en la Unión Europea y, en este contexto, administrar con decencia y con voluntad de progreso una comunidad territorial de 8 millones de personas no es especialmente complicado.

Gracias a la tenacidad negociadora de ERC, la mejora de la financiación -llamémosla singular, llamémosla justa– de la Generalitat será el gran caballo de batalla de esta legislatura que ahora empieza. Es una cuestión altamente sensible, porque afecta, por efecto dominó, al resto de comunidades autónomas.

Pero este es un melón que había que abrir. Entre otras cosas, porque la economía del Estado español ha crecido y ha mutado mucho en las últimas décadas. Los esquemas de hace treinta, veinte o diez años atrás ya no son vigentes hoy. Madrid, por ejemplo, se ha consolidado como la megacapital económica y financiera, con un gran dinamismo y una enorme capacidad de atracción inversora, en detrimento de Barcelona, que era, por antonomasia, la locomotora empresarial e industrial española del siglo XX.

Zonas tradicionalmente atrasadas, como Andalucía, Galicia o Aragón, se han espabilado mucho en los últimos años y lo mismo podemos decir de Murcia, Castilla-La Mancha o Extremadura, que han salido del pozo de la depresión crónica. La Comunidad Valenciana va como un cohete y el turismo ha llevado una gran riqueza a las islas Canarias. Todas las capitales españolas -tengan más o menos habitantes- disfrutan hoy de buenos servicios, de buenas comunicaciones y de buena calidad de vida.

Cataluña ha hecho una importante contribución solidaria que, sin duda, ha ayudado, en democracia, al reequilibrio territorial de España. Pero es hora de revisar, discutir y corregir el hecho incontestable que la Generalitat debe tener más recursos disponibles, en función del esfuerzo fiscal que hacemos los catalanes, para dar respuesta a nuestras legítimas ambiciones de prosperidad y justicia social.

También es cierto que la Generalitat se ha convertido en una máquina de malgastar dinero, con la multiplicación escandalosa de subvenciones y de chiringuitos de dudosa explicación racional. Hace falta una reforma en profundidad de la administración pública en Cataluña, de la cual, sin duda, podríamos obtener grandes ahorros. Empezando por el hecho insólito que haya 947 ayuntamientos, la mayoría de los cuales de demografía muy pequeña.

Desde esta perspectiva, es bueno que la Generalitat se encargue de recaudar los impuestos y recupere, de este modo, la función primigenia para la cual fue creada, en 1359. Esto nos hará, a la hora de la verdad, más exigentes y responsables en el control de los ingresos y del gasto. Este ejercicio de madurez política tendría que ser extrapolable a las otras comunidades autónomas que se quieran sumar.

Las cuentas del Estado tienen que ser claras, en la recaudación y la distribución, para que no haya desigualdades en la asignación presupuestaria “per cápita”, en función del territorio donde se vive. Esta es la premisa imprescindible que tienen que pactar los grupos políticos en el Congreso de los Diputados y en el Senado.

Después, debe primar el principio de eficacia y subsidiariedad en la gestión tributaria. Y ya se sabe, por experiencia, que la administración más próxima al ciudadano es la que hace mejor el trabajo que tiene encomendado.

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